DONDE ESTA?

EL CARNET DE TERO

Por José Blanco

Compañeros de cubierta, compañeras, desamparados, oprimidos y demás: hace unos días, buscando nada en particular encontré un tesoro, una reliquia, un documento que tiene más años que muchos de quienes circulan por esta cubierta, treinta y cinco para ser más preciso.

Cuando lo vi, brotó alguna que otra lagrimilla. Es que vinieron a mí en forma de catarata, muchísimas imágenes y recuerdos.

Aprendí que podía cruzar la avenida zigzagueando autos, pero que con el río no se jodía. A valerme por mí mismo, a tomar decisiones, a que en el barco, sólo estaba yo.

Lo mejor que me pudo haber pasado, fue aprender a navegar, a llevar el barco, escorarlo, aprovechar las empopadas para achicar, tumbarlo cuando hacía calor y sacarlo a flote de vuelta. Me acuerdo que el instructor lo primero que nos había enseñado, era justamente a tumbarlo, para sacarnos el miedo y para que nos diéramos cuenta que una tumbada era sólo eso. También me acuerdo de las broncas porque había algún barco más rápido que el mío o que alguno lo sabía llevar más rápido que yo. Las broncas también de quedarme sin navegar porque durante la semana no había sido buen hijo o buen alumno. Siempre el castigo venía por ese lado. Preparar el barco desde cero, era toda una ceremonia y trataba de hacerlo lo más rápido y mejor posible para que fuera el primero en tocar el agua y empezar a hacer bordes en el espejo de agua.

El viaje de instrucción fue un largo borde en el Fortuna, qué momento de éxtasis, nave tan majestuosa. El examen fue una papa, pan comido con manteca y dulce de leche. Tanto sabía, de nomenclatura, maniobras y todo lo que me pidieran.

Fue mi primera categoría como timonel, después vendrían otras y en cada una, toda mi pasión.

No prendió en mis hijos, debe ser porque ellos tuvieron la suerte de nacer prácticamente a bordo y lo viven como algo natural y no como algo especial y único como yo lo sentía.

Ahora que vuelvo a leer estas líneas, me vuelvo a preguntar por qué no me sacaban otra cosa como castigo, en lugar de la navegación de los fines de semana. Eso sí que era injusto.

La gran contra de las pasiones, en este caso la navegación desde tiempos tempranos, es que siempre me atacaban por ese lado. Que si no comía, me quedaba sin navegar, que si me iba mal en el colegio, lo mismo, que si contestaba mal, también. Andaba derechito porque si dejaba de navegar se armaba.

Bueno, los he entretenido demasiado, gracias por leer y les presento mi carnet de Optimist:




La categoría "tero", recordará algún navegante de mis años, era de un barco tripulado por dos chicos y se alternaba con la de optimist.

Recuerdo que para esa fecha, el optimist era una novedad y casi como que lo estrenábamos. El optimist estaba hecho en madera y navegaba muy lindo a comparación del querido Tero.

Yo era así nomás, serio y concentrado. Si había algo que no me quería mandar alguna macana, era con el barco. Tener la confianza de mi instructor, era todo para mí.

Ahora, el certificado de estudios, no tengo idea dónde está pero mi primer carnet de timonel está bien a resguardo.


LOS CUENTOS DEL PAJARITO

Aporte de Marcel

Esta es una carta enviada por Carlos Muller a su amigo Robert "Mamífero" Salvat para su cumpleaños, en agosto del '89. Muller, o "el flaco" regresó hace 16 años a su Alemania natal y vive ahora en una localidad alejada del mar, allí es donde reflotan los recuerdos imborrables de lo que fueran sus andanzas por el Riverplate. Navegó y corrió regatas en los barcos del Y.C.S.I. entre el ‘40 y e1 ‘60, en los clase argentina 4,50, los Río de la Plata el "Achalay", el "Amancay" y el "Ollantay" y el "Colleen" "Manco Capac". Luego se iría hacia el Y.C.B.A., para alejarse del Plata en el ‘63.

El "Bipity", que también aparece en el texto es un Río de la Plata con cabina, del C.N.S.I., propiedad de su "compinche" el Dr. Julio Miranda.

Cada dos o tres años Carlos Muller vuelve a visitar a sus entrañables amigos, a la barra del" Mate cocido", disfrutando de la amistad que, como dice Salvat, prendió tan fuerte pese a nacer tan húmeda..., o se hace presente con unas líneas tan emotivas como las que reproducimos a continuación.

Caro amigo Roberto, salute!!! En nuestro galponcito, frente a _una ventana ubiqué mi caballete, un cusifai que me hice ante los precios disparatados de los exquisitos que se fabrican por aquí. Para mis pretensiones me bastaba un listón de apoyo y un retén corredizo, que con unas maderas, herramientas y cola pegando un cachito por aquí y otro por acá, logré un artefacto sólido y funcional.

Un escritorio viejo y cachuzo, lógicamente de los de antes, una silla con mucho almohadón para mi culo envejecido y una repisa donde mi recorder expende música, redondean el ambiente, cuando presumo de Goya.

Pero a estribor, sobre la pared metálica de nuestro depósito de combustible, hay dos cartas marinas sujetas con botones magnéticos, la N° 23 desde Punta Martín Chico hasta Nueva Palmira y la H 118 de Colonia hasta Punta Gorda, y esta última a ojo de cubero, porque le falta el cacho descriptivo. Y son viejas como la gran mala palabra y debieron ser mías por la pinta de trasijadas que tienen, con decirte que ni siquiera tienen marcado el lugar donde se hundió el Ciudad de Bs. As. frente a la isla de Juncalito.

Debieron, por la pinta, haber estado bamboleándose de un lado pal otro en los pisos de los Ríos o del Manco Capac cuando solía cruzar el charco con una ceñida fiera o alguna borrasca media densa, porque tienen aspecto de rancho de Villa Miseria, con deterioros por todas partes y hasta le faltan cachos que en los lavajes forzosos se debieron haber ido a otra parte en busca de un amo que las tratara con más consideración. Amarilleadas por el Riverplate, cartas huérfanas de cariño como perros de pulpería, porque en una sudestada o un pampero, 1º primero que se cuida es la vela, después el barco y finalmente el cuerpo, y 1º demás que se joda y remoje en el zarandeo.

Y en un clucito donde hay sólo 3 Ríos para abastecer las exigencias de 25 timoneles, el Manco era la malquerida, la que nadie sacaba a bailar, menos el flaco y sus compinches el Pancho y Zampini, y que pese a su nobleza incaica, era mas mañero y mojador que la fuente de Lola Mora, y quién se animaba a cruzar el charco con él, con el agua que hacía, se ensopaba hasta la manija sin remedio.

Y así mis cartas en vez de navegar como pasajeros de lujo, se iban flotando sobre los pisos y recién en los puertos o en la calma de un fondeo, se secaban al solcito sobre la cubierta, para volver a convertirse en trapos de piso de nuevo al retorno.

Me las mandó una vez el Pino metidas en un envío de yerba pal viejo matero alemán, no recuerdo cuándo, conmovido tal vez ante la idea de saberme guacho de río y barco o para hacerme más llevadera la morriña al poder repasar los senderos y las imágenes del pasado.

Y eran cartas que yo compraba para trazar con lápiz el rumbo ideal para llegar a la orilla de enfrente o algún triángulo de regatas cuando las boyas andaban un poco desparramadas fuera de la vista desde cubierta, y que compraba en el Ministerio de Marina, porque las del Neptunia mentían descaradamente en sus escalas, y el boyado estaba señalado por círculos rojos y negros grandotes como si en vez de ser boyas, fueran zepelines, y, lógicamente, para un navegante preciso, semejante atrocidad era intolerable 1o que no quiere decir que echando una ojeada sobre ellas, en un horizonte pelado, yo sabia que no estaba frente a Montevideo.

Y sobre cada rumbo iban los grados a babuchas, lógicamente sin darle bola a la declinación magnética sugerida por el cartógrafo. Era una especie de deber de geometría de un purrete de tercer grado o un galimatías cabalístico de un astrólogo cuando por 5 mangos dibujan las conjunciones de astros y planetas favorables para los que se asoman al balcón del futuro. Y recuerdo que pese al acopio de tanta meticulosidad en un prurito de querer hacer las cosas bien, con un compás que se ponía en mimoso cuando olía la orza y unas reglas o piolín para transportar la rosa, cuando nos lanzábamos como los macedonios contra los persas a cruzar el leonado, le decíamos al aprendiz de timonel (y a mí también me 1o dijeron) deja el palo de Baldiserra a babor, la torre de la iglesia en popa y se te va a aparecer la torre de Anchorena como fierro de proa.

Frases contundentes como las de Pochito, que pronunciadas hace medio siglo siguen inmutables en su efectividad como un choripán y medio troli de vinacho en la ruta. Sólo que había que tener también una cara en el cogote para no hacer macanas.

Y la receta para ir a Colonia desde San Juan: haces garganta en la Diamante, de ahí un borde al muelle de San Carlos y en la boya negra que te encontrás en el camino, derechito al faro. Pero al faro de tierra, que si apuntás pal de afuera, peinás las islas con el quillote. No te podés equivocar.

Y estas cartas rotosas como pilcha de linyera, las quiero como quise a los tres mosqueteros cuando pibe, y las miro con la ternura de una madre a su crío, encontrando en cada nombre un acontecimiento, una anécdota que suele dar manija a mi fantasía, y de nuevo siento en mi mano el timón y el espejeo del sol o de la luna con sus escamas de oro o plata vibrar sobre las ondas. Cómo no deleitarse con la evocación tan plena de sensaciones, si tienen intensidades como las encamadas con una percanta dulce y querendona donde cada caricia uno la siente como tajeada en la piel.

Y las quiero porque fueron mudos testigos de muchas incertidumbres, donde ellas, cuando andaba boleado como turco en la neblina, me decían pa dónde estaba el rumbo y cuál era la boya que destellaba cada 5 segundos, amigas fieles siempre prontas a darme una mano, como un amigo a quien uno le pecha un favor o guita y te 1o da sin fanfarronear.

Y sinó hacé memoria, aquella vez en que salimos con el Ripiry de Colonia con vos y Alberto Murillo, con una calma de muerte, que a la tardecita se convirtió en una sudestada tan densa que a la hora las dos manos de rizos era mucho trapo, que resolvimos seguir con la trinqueta sola, y andábamos bigoteando las olas bramadoras, vas al timón y Alberto parado detrás del farol para hacer sombra y cada ola hacia barrenar al barco que vos tenías que cinchar patrás como un remero de una galera, cuando de repente dijo Alberto: oigo voces y vos también parastes las orejas, porque yo medio sordo, bastante barullo me hacía la marejada y andaba como Beethoven a bordo. Y fue la noche en que se ahogaron 3 tripulantes de un grumete.

Y fue el único grumete hundido de toda la serie, pero tenía 7 personas a bordo en aquel momento, una fatalidad.

Pero nosotros embocamos la 15 de Olivos al pelete, la verde de la Norma Mabel pestañando por la aleta y adentro mi alma al canal. Las boyas bamboleando en la marejada espesa hasta que la farola, la farola nuestra, la más querida de las farolas, nos iluminó un espejo de aguas serenas con el Náutico lleno de luces al fondo, mientras las olas enloquecidas pegaban tarasconazos y brincos contra la escollera, como perros frenéticos detrás de un alambrado. Habíamos llegado, Alberto nos trajo dos Otards y nos sentimos como si hubiéramos volteado el cabo de Hornos.

Por esto es que digo que en cada ojeada a mis viejas cartas, una anécdota o un recuerdo cobra de nuevo relieve y cuando se me ponen tensos, me vuelvo blandito como tiento de lazo engrasado, como cuando miramos una foto vieja de una mina mimosienta que nos arrancó cachos de alma y suspiros de fuelle, que nos besuqueó con su trucha melosa como la de Marilyn, y que se nos perdió en los bailongos de la vida, como cuando perdemos una regata por habernos tirado un borde palamierda.

He estado divagando, como es mi costumbre, cuando cacho la maquinita y me hago el Rubinstein con ella, me voy palos choclos sin remedio en vez de quedarme en la veredita del chamuyo juicioso, o es que ya mi condición de vejete me hace escorar tanto que hasta me entra agua en la bañera, pero qué le voy a hacer, cuando ligo la ganga de echarme un párrafo con los gomias, el parlamento se me sube como leche al fuego, tan luego que 1o hace en alas de tantos recuerdos, que como boyas florecidas jalonaron mis años de navegación entre uds, los muchachos del clucito inolvidable.

Y si bien en mi patria ahora puedo vivir sin sobresaltos ni preocupaciones, por la estabilidad que tenemos, la lejanía riverplatense, cuando me cacha la nostalgia, me vienen unos sacudones al alma como a los colifatos, y aprovecho la ocasión cuando encuentro alguna oreja bien dispuesta, haciéndolos resucitar como los cuentos que les cuentan los abuelos a los nietos diciendo... Habia una vez...

Y pa tus 60 juveniles agostos, un abrazo fuerte, y cuando la barra te cante el jappi berdei tuyuu, pará la oreja, que más que seguro vas a poder oírme en el coro.