DONDE ESTA?

EL BALLENATO DE AGUA DULCE - por Alita Wexler

 

NOMBRE DEL BARCO: HERMANO 2

TIPO DE BARCO: MONOCASCO (CLASE PLENAMAR 23 DISEÑO ROVERE)

MATERIAL: PRFV

ESLORA: 6.80 m

TRIPULANTES:

Capitán: Pedro “El Renegau” Osinaga

Tripulantes: Ricardo Kon, Daniel Lanfranchi, Alicia Wexler

FECHA DE COLISION: 4 de mayo de 2013

LUGAR DE LA COLISION: Frente a Dársena Norte (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Río de la Plata)

 

BALLENATO DE AGUA DULCE

 

Hace unos años, unos amigos organizaron una conserva para ir a La Plata.

Pedí asilo náutico en el Hermano II, el precioso plenamar 23 de Pedro, El Renegau, que me recibió con los brazos abiertos y con gran hospitalidad. Completaban la tripulación Daniel, experto navegador y segundo timonel, y Ricardo, que se agarró del hueso como quien se aferra a un rencor.

Un 4 de mayo de 2013, a las 5 de la mañana, zarpamos del Puerto de San Isidro desde el amigo club Azopardo, siendo noche cerrada y con una niebla que la cerraba todavía más. Se veía poco, pero por suerte había mucha agua bajo la quilla. Y a motor. Nada de viento y el río sereno y plano como espejo.
Amaneció cuando llegábamos frente a Nuñez. Veníamos encabezando la flota que se había retrasado esperando a algún rezagado y estaba a una milla más al norte.

Navegando así con motor y mayor alcanzamos el través de Dársena. Ricardo, al timón y atento a todo el entorno como corresponde a un buen timonel, nos señaló con inquietud una bandada de aves que sobrevolaba en círculos bajos cierta área del río al SW de nuestra posición. Nos quedamos atentos a la evolución de la bandada sin entender el significado del fenómeno, viendo como se iba acercando lentamente. Ricardo entonces vio “eso” desplazándose en el agua justo debajo de la bandada, y cuando se acercó, resultó tener una aleta emergente parecida a la de un tiburón.
Nos quedamos paralizados mirando el objeto flotador no identificado cuando el barquito pegó una frenada violenta tirándonos a todos al piso del cockpit y dejándonos completamente aturdidos por la sorpresa.

Por suerte, “eso” pudo pasar por debajo del Hermano II y seguir su extraño rumbo con su aureola de aves acechando su destino.

“Eso” resultó ser un ballenato, probablemente bebé, seguramente extraviado de su madre, e indefectiblemente condenado fuera de su hábitat.


¿Qué estaría haciendo el cachorro en estas aguas dulces y turbias? Mientras desgranábamos teorías varias, seguramente disparatadas, y viendo que el ballenato se desplazaba en rumbo de colisión con las naves de la conserva que venían del norte, el capitán me encomendó que diera aviso a Prefectura de la presencia de la bestia marina y que alertara a la conserva para que evitaran ser abordados como nos ocurrió a nosotros.

Avisé a Prefectura por VHF, notando que el tono con que me respondía el prefecturiano que me atendió era el de quien te sigue la corriente como a los locos. Allá ellos pensé, y pasé a dar aviso a la flota: -Securité securité securité aquí velero Hermano informando que avistamos un ballenato en rumbo de colisión con las naves de la conserva a La Plata.

Uno de los capitanes, con tono épico, me respondió: -¡Tranquila Alita que ya te mando mis delfines!

 Otro me dijo: -¡Decile que devuelva la pierna del capitán Ahab!

Y otras cosas que no quiero recordar.

El ballenato, cuya trayectoria seguíamos por el sobrevuelo de las aves, fue desviando lentamente el rumbo y finalmente cruzó el rumbo de la flota mucho antes de que pasara la primera nave.

Semejante episodio en esa mañana serena, brillante y cálida de mayo, un cachalote perdido en las dulces y leonadas aguas de nuestra costa fluvial, es algo que excedió nuestra capacidad de asombro y también de reacción. El bicho embistió la obra viva de la nave que por suerte no sufrió daño alguno, creo que debido a la amortiguación de la piel y la grasa del animal.

Me quedó pegada en el pensamiento la primera reacción de Pedro, armador del barco, que vio pasar el ballenato con ojos de preocupación, apenado por la triste suerte que le iba a tocar, antes de preocuparse por su barco que había sufrido la embestida. Eso muestra la calidad humana de un hombre que antepone la vida a lo material. Ese era nuestro Capitán.

En cuanto al resto de la flota… no nos creyeron.

Por suerte, Dani había tomado fotos del fenómeno, y las subió al Facebook, como para contrarrestar las chanzas de que nos hicieron objeto durante todo el fin de semana. Pero resulta que las fotos estaban fechadas y la fecha, por error, era muy anterior a la del día en que ocurrió el evento. Menos credibilidad todavía. En ese punto de la situación, ya hasta nosotros empezamos a descreer de nuestras propias percepciones. ¿Será cierto que lo que vimos era un ballenato? Ya no estábamos seguros.

Dos días después, un ballenato apareció muerto embicado en la playa del Real de San Carlos. Su lomo había sido depredado por aves marinas.

 

 

 

TRAVESÍA ANFIBIA - por Alita Wexler

 

TRAVESÍA ANFIBIA

(o Crónica de una Torpeza)


Hace unos años estuve escribiendo a pedido del amigo Enrique Estévez unas crónicas de mis travesías por el canal de Beagle con Toni López y el Mono Damilano en el Mago II. Para esos dos enormes navegantes y controvertidos hombres que me hicieron el honor de compartir conmigo singladuras, vida y vinos, va este humilde homenaje en recuerdo de una de las experiencias más extraordinarias que me tocó vivir en la vida.


PRIMERA: LA TABLA

Esta que les contaré fue una travesía anfibia.

Y fue un antes y un después. Una bisagra. Un punto de inflexión. Un hito. Un faro altísimo y refulgente en la accidentada costa de mi vida.

Veníamos recorriendo la cordillera patagónica desde el lago Aluminé, siempre hacia el sur. A veces montábamos el autito sobre la legendaria ruta 40 sur. A veces la abandonábamos para adentrarnos aún más al oeste en la cordillera viva. A veces cruzábamos a Chile.

Era septiembre, era 1998, y era la aventura.

En Buenos Aires había dejado, casi abandonados, sin pena y sin culpa: dos hijos en plena pubertad; un gato siamés que demasiado les toleraba; mi carpeta de cuero negro, parte inevitable de mi cotidiano atuendo de formal abogada citadina que taconeaba fino por los foros porteños; y una madre y un padre que, a pesar de que “la nena” se acercaba peligrosamente a los 45, temían seriamente por su salud… física y mental.

En el autito llevaba: una valija con mucho abrigo; una carpita iglú, colchonetas y un farol de kerosene; una barra de remolque y dos ruedas de auxilio; comida y bebida para dos días; kilos de tierra fina que, en los interminables caminos de ripio, entraba por las ventanillas que nos negábamos a cerrar por no perdernos de respirar el aire fresco de la montaña; unos treinta casetes de música seleccionada; y, sentado al volante, el inefable Toni López, el Capitán de mi aventura.

Treinta días después de nuestra partida, con toda la 40 atrás, con el cruce del estrecho de Magallanes en el ferry, con la Tierra del Fuego recorrida de norte a sur, con la cabeza llena de historias, de imágenes, de olores, de sabores, con el corazón estallando de emociones, finalmente se nos regaló a la vista la mágica ciudad de Ushuaia, mantón extendido sobre las laderas que reposa sus flecos en el mar.

Debo hacer un alto en el camino en este punto para contarles que, en aquel entonces, yo ya había navegado unas cuantas millas de la mano de Toni, pero siempre en calidad de invitada. Mis funciones a bordo se extendían a dos: una, preparar sanguchitos de jamón crudo; y la otra, no sentarme arriba de ningún piolo. La primera me salía muy bien…

No pertenecía yo al ambiente náutico, apenas recordaba cuál era el babor y cuál el estribor, y ciertamente creía que el amante de rizo era una suerte de Rodolfo Valentino al que no entendía por qué conjuraban tan seguido abordo. Aun así, ya había hecho una travesía en velero desde San Isidro hasta Mar del Plata y su retorno, y había recorrido la costa uruguaya desde Montevideo a Colonia, lo cual parecía ser heroico a estar a los comentarios que recibía de quienes sí navegaban pero no pasaban de la vuelta al perro, aunque a mí me había resultado simplemente hermoso.

En reuniones de navegantes había escuchado hablar bastante de un tal Mono Damilano, siempre con una mezcla de admiración y temor. Se contaban de él anécdotas que lo convertían en una especie de Hércules furibundo, capaz de impresionantes proezas náuticas y también de temibles ataques de malhumor de casi fatales consecuenciass, de modo que su solo nombre me hacía correr un escalofrío.

Y a la vista de la bellísima bahía de Ushuaia y su colorido puerto, me vine a enterar de que allí estaba amarrado el Mago II, el barco precisamente del mentado Mono que a la sazón vivía en Ushuaia y hacía charters hasta la isla de los Estados y la Antártida.

El primer tour que planificó Toni para nosotros ni bien tomamos habitación de hotel fue… sí, efectivamente: ir a “presentar sus respetos” al Mono.

Estaba tan entusiasmado que no tuve corazón para decirle que no, pero la angustia hizo un nudo en mi garganta y me preparé para ser blanco de los enojos del gigante rubio -o tal vez de su indiferencia, ya que se me había advertido que si alguien no le caía bien simplemente no le hablaba- porque estaba segura de que no podría transitar por su barco sin mandarme alguna macana.

En ese estado de ánimo, me vi en la incómoda situación de tener que abordar el Mago II desde un muelle muy alto, para lo que precisé de la ayuda simultánea de Toni y del Mono, cuyo desdén imaginé ya consolidado por mi evidente falta de pericia náutica. ¡Mas no! En contra de toda su fama, me recibió con bombos y platillos, me trató con la mayor cortesía, me atendió como a una reina, y tuvimos una charla de un nivel de sofisticación que desmentía su aspecto algo troglodítico. Transcurridas unas horas de visita, el Mono directamente nos invitó a navegar una semana en el Mago II aprovechando que no tenía ningún charter programado.

Y aquí estábamos ahora, el Mono, Toni y yo a bordo del Mago II zarpando del puerto de Ushuaia en procura de la estancia Harberton, dando inicio así a la etapa acuática de esta iniciática travesía anfibia.

Yo no podía creer que selláramos nuestro recorrido patagónico cambiando el autito por el velero y el ripio de la 40 por las heladas aguas del Beagle. Traté de no pensar en la posibilidad de caer por la borda, pero mi propia imagen convertida en empapada estatua de hielo me atormentaba.

Estábamos navegando suavemente, enmarcados por montañas cuyas laderas nevadas se bañaban en las aguas verde esmeralda del canal.

La montaña cayendo a pico en el mar, la nieve reflejando en el agua, la cordillera agonizando en el canal, es un paisaje único y conmovedor.

Pasamos muy cerca de la Isla de los Lobos, que estaban todos amontonados tomando sol en esa mañana de primavera austral.

El Faro Les Eclaireus montaba guardia en lo que realmente parecía el Fin del Mundo, pero siguiendo por el canal se veía que el Mundo continuaba todavía un poco más allá.

Toni estaba atareado con las maniobras en cubierta mientras el Mono estaba al timón. Yo decidí bajar a preparar una picadita para hacer honor a mi primera función abordo y sobre todo para evitar fracasar en mi segunda función. Encontré unos quesitos deliciosos que corté en bocados grandes como para hombres rudos. Muy contenta, los ubiqué decorativamente utilizando como fuente una tabla de madera gruesa y tosca, muy bonita por cierto, que el Mono me había mostrado con nostalgia como el último recuerdo que le quedaba de su esposa número… no me acuerdo cuál. Salí a cubierta con la tabla rústica con los rústicos trozos de queso, orgullosa de mi hallazgo, y dejé la tabla sobre uno de los dos bancos de plaza que engalanaban el cockpit del Mago II (sí, bancos de plaza, atornillados al piso, blancos, de hierro forjado con asientos de tablas de madera, ubicados longitudinalmente en el cockpit en lugar de las tradicionales bancadas), y bajé a buscar la bebida. En ese preciso momento, sin previo aviso, el barco pegó una escorada que casi mete el palo en el agua (bueno, al menos eso me pareció). Y al agua fueron a parar rústicos tabla y quesos.

Cada escorada duraba todo lo que llevaba al barco transcurrir al través de los valles que dejaban el espacio justo para que el willie waw, en un chiflido de cancha, pasara entre las montañas y pegara duro a la cuadra. En cuanto alcanzábamos el través de la siguiente montaña, el barco repentinamente volvía a su posición vertical como si nada hubiera pasado.

Como si nada hubiera pasado, pero esa vez pasó. Un silencio de muerte embargó el cockpit al vuelo de la tabla y los quesos. Toni miró preocupado al Mono. El Mono miró desaparecer el madero en el agua y luego miró mi cara de espanto. Sin decir nada, bajó a la cabina. Cuando pensábamos que yo estaba perdida y que seguramente sería expulsada en la primera escala, el Mono subió a cubierta con otra tabla llena de quesos, con una enorme sonrisa, al son de: -¡Por suerte había más queso!

 

SEGUNDA: LA BOMBA DE PIE

El Mago II es -o tal vez deba decir “fue” porque se ha perdido su rastro en algún puerto brasilero después que el Mono se desprendiera de él cuando ya tuvo terminado el Mago del Sur- un Super Cadete diseño de Frers, de madera, de casco rojo y cubierta blanca, que lucía muy bello y sereno en esas aguas australes. Recuerdo vívidamente su perfil, su elegancia, el tono de sus interiores y sus olores típicos de barco de mar. Pero confieso que tuve que consultar a Enrique Celesia sobre el material del casco y el diseño, porque en aquella época todos los barcos me parecían diferentes sólo por el color.

Un barco grande, cómodo, y con muy poca sofisticación. Especialmente, muy poca dependencia con la electricidad y la tecnología moderna, de modo de resultar de fácil y económico mantenimiento y reparación. Esa fue siempre la filosofía del Mono para sus naves. Tenía así bombas de goma para el agua, tanto en baño como en cocina. La cocina estaba situada en la banda de babor, y las dos bombas, de agua potable y de agua de mar, estaban directamente en el piso y quedaban casi en el paso hacia la proa. Era inevitable entonces pasar por las cercanías de ellas para ir al baño. Y ¿dónde pisaba Alicia cada vez que iba al baño? Sí, exactamente. En la bomba de agua potable.

Inevitablemente, descargaba un chorro de agua potable cada vez que iba al baño, y otro cada vez que regresaba a la cabina.

Se me había advertido de la necesidad de cuidar el agua porque estaríamos navegando unos cuantos días sin poder acceder a un lugar donde repostar y tenía que alcanzar. Pero mi proverbial torpeza superaba todas mis prevenciones.

Las primeras veces, Toni ponía cara de desesperación y trataba de disimular ante el Mono mi desperdicio. Pero el Mono, al que nada se le escapaba a bordo -y cuando digo nada, es NADA- se reía alegremente y minimizaba mi repetido blooper. Con los días, Toni se fue relajando y finalmente, a cada chorrito de agua inútil, ambos se reían juntos mientras yo seguía sufriendo mi torpeza.

Como para compensar las extraordinarias pérdidas de agua potable a que sometía a mis compañeros -y también para equiparar aunque sea un poco la distribución de las tareas a bordo, ya que ellos se ocupaban de toda la maniobra y el timón, la navegación, las guardias y todo lo que había que hacer- yo me afanaba por llevar el interior del barco en orden, cocinar y lavar los platos y ollas. Y, contrariamente a mi prodigalidad al caminar, había logrado ser minimalista en el uso de agua para cocinar y terminar el lavado. No por habilidosa, sino porque, extrañamente, parada frente a la bacha no podía acertar la bomba de agua potable y me costaba un Perú poder sacar ese chorro que tan generosamente se prodigaba cuando no debía. En fin. No pegaba una.

Así estábamos transcurriendo el canal, ellos orzando o derivando, cazando o filando, achicando paño o soltando, y yo pisando la bomba o ahorrando al cocinar y lavar, cuando llegamos al través de Puerto Almanza.

El paisaje de la costa era boscoso, muy verde, con algunas casas precarias, pocas, y el destacamento de Prefectura que estaba abandonado, o al menos así pareció. Fondeamos en el centro de una caleta muy verde y con el agua muy quieta.


El Mono armó el dinghy de madera que estaba dividido en dos piezas, lo echó al agua, y a su remo fuimos a la costa. Cada tantos cables, el Mono hincaba el remo vertical en el agua sondeando la profundidad de la caleta que, según nos contó, venía a reconocer por primera vez y quería constatar su calado. Así sabría la próxima vez cuánto se podría acercar a la costa para fondear con el Mago II.

Justo en el momento en que alcanzamos la costa, un toro se despeñaba en un barranco cercano, en un espectáculo de estruendo y barro que nos dejó aturdidos. El toro se puso de pie, se sacudió casi como un perro, y salió al galope a reunirse con sus damas, dejando en el barranco la huella de su derrapada.

Buscamos leña, encendimos un fuego, y en ese paisaje solitario, sentados frente a la hoguera con la montaña a la espalda y mirando el mar, con el olor de la leña al quemarse y el Mago II como una reina reposando en la bahía, se me hizo carne otra vez esa dolorosa y a la vez excitante sensación de estar en el Fin del Mundo. De pronto sentí que era la primera mujer sobre esas tierras, que estaba descubriendo un mundo, que ningún humano había caminado antes por allí, que la nuestra era la primera fogata y que esa bahía debería llevar nuestro nombre.

En la orilla estaban asentados dos cañones oxidados apuntando hacia la otra orilla del canal. Yo no conozco nada de armas, pero bastaba verlos para entender que sus balas no podrían alejarse más que unos cientos de metros. Puerto Almanza, el bastión defensivo de nuestra orilla del canal, era, como dije, apenas un caserío muy precario. Y los dos cañones.

En la otra orilla del canal, sobre la costa norte de la Isla Navarino, justo enfrentada a nuestro Puerto Almanza, está Puerto Williams, la defensa chilena del canal.

Pensar que con nuestros dos cañones de juguete podíamos alguna vez haber pensado que podíamos defender nuestra soberanía sobre la isla de Navarino es realmente fantasioso. Sobre todo cuando uno ve los cañones que hay en Puerto Williams. Pero en fin. Las islas ya no son nuestras y no hay nada que hacer.

Después de comer el asado que hicimos sobre el fuego de leños con carne que habíamos llevado en el dinghy, recorrimos a pie la costa y el bosque, divisamos a lo lejos el toro con su harem pastando como si nada hubiera pasado, dormimos una siesta aprovechando las últimas brasas para templarnos, y regresamos en el dinghy al Mago II.

Esa noche, nos quedamos al ancla en la caleta frente a Almanza y los muchachos se ofrecieron a cocinar. Hurgué entre los pocos pero muy selectos libros que formaban la biblioteca de a bordo y encontré el “Pantaleón y las Visitadoras” de un Vargas Llosa que todavía no había perdido su prestigio. Me puse a leerlo por enésima vez y cada tanto largaba alguna sonora carcajada que no podía guardar para mí. Intrigados, me pedían que compartiera con ellos lo que me causaba tanta gracia, así que iba leyendo en voz alta cuando la risa no me ahogaba, mientras ellos cocinaban, en la cabina inundaba de olores a cebollas fritas, orégano y laurel, fondeados en una caleta frente a Puerto Almanza por una banda y Puerto Williams, más lejos, por la otra banda, en una noche serena que mostraba sus estrellas por la escotilla.

Cuando terminamos de cenar, me levanté para ir al baño y, como siempre, pisé la bomba de agua potable. Ellos me estaban mirando, esperando el chorro habitual. Pero esta vez, nada salió.

-¡Ah! ¡Ven que voy aprendiendo! Y ustedes que no me tenían fe. Esta vez pisé suavecito y no llegó a bombear- dije casi chillando de orgullo.

-Alita- me dijeron los dos a la vez -se acabó el agua…

Menos mal que ya nos íbamos a dormir y a la mañana siguiente iríamos a Puerto Williams donde podíamos repostar.

Pero Puerto Williams será motivo de la próxima.

 

TERCERA: TRES PISCO SOUR

Cuando el Mono nos propuso navegar en el Mago II, nuestra primera reacción -conociéndonos como nos conocíamos sabíamos sin consultarnos que la propuesta estaba aceptada- fue preguntarle cuánto nos costaría la semana, ya que entendimos que nos estaba ofreciendo un charter. El Mono, casi ofendido, nos respondió que era una invitación.

-Eso sí, vayan al super y hagan la provista.

Sobreactuando la orden, arrasamos con todo lo que había en el super, especialmente la góndola de vinos. No quiero compartir con ustedes para que no piensen mal de mí la cantidad de vinos que llevamos para esa semana de travesía. Lo que sí les puedo contar es que compramos vinos de la mejor calidad. Queríamos congraciarnos con el Mono y agradecerle su generosidad y la inesperada aventura que nos proponía.

Cada noche, cocinábamos y rociábamos la comida con abundante vino del mejor. No escatimábamos descorche.

Cuando amaneció en la caleta de Puerto Almanza, levantamos ancla -aramos dice el mosquito- y zarpamos con rumbo a Puerto Williams que quedaba solo a un par de millas en la otra orilla del canal.

Puerto Williams se veía como una inmensa metrópolis comparada con Almanza. Hoy le disputa a Ushuaia la cucarda de la ciudad más austral del planeta. Pero en aquel entonces era apenas un pueblo, pulcro y pintoresco, asentado sobre el canal en un valle formado por dos laderas verdes y suaves que dan perspectiva a una cadena de picos nevados al fondo.

Verlo venir desde el mar era una imagen de belleza conmovedora. Un racimo extendido de casas bajas con techos multicolores, especialmente verdes y rojos, mojando sus pies en el canal y recostando sus espaldas en las laderas. Y el largo muelle que se adentra en el mar para dar refugio a las naves que se atreven a esas latitudes.

Allí amarramos con el Mago II una mañana de primavera, soleada y fresca.

Mientras arranchaban ellos, y yo miraba sentada en uno de los bancos de plaza del cockpit, el Mono me estiró un billete de dos pesos, de aquellos celestes, se acuerdan, y me dijo que fuera a comprar un tetrabrik de vino tinto. Me señaló la calle que daba al muelle, y me dijo que hiciera tres cuadras y doblara a la derecha, y en la primera puerta de la mano de enfrente encontraría un boliche donde adquirirlo. Le dije airada que teníamos todavía la bodega llena de vino de excelente calidad, que no era necesario acudir a esos extremos. Me echó por primera vez una mirada que revivió los escalofríos que me había provocado su solo nombre así que, entendiendo que donde manda capitán no manda marinero, tomé el billete y partí hacia mi destino de tetrabrik.

Una calleja de tierra en leve ascenso, flanqueada de las pintorescas casitas que se veían desde el mar, completamente desierta, sin ni siquiera un perro ladrando mis pasos, me fue conduciendo hasta el boliche que me transportó en mi imaginación a relatos de pulperías, gauchos y caña. Ásperos pisos de damero en rojo y azul, estanterías hasta el techo con mercaderías comestibles variopintas, una sala enorme con ventanas y puerta pequeñas que no permitían el paso del viento pero tampoco del sol, y un muchacho de gesto vivaz detrás de un mostrador enorme de madera oscura contento de tener por fin algo que hacer ese día.

Hecha la transacción, desanduve mis pasos llevando en la mano aquello que me encomendaron y que me negaba -y me sigo negando- a llamar vino.

En el Mago II, todo estaba en orden. La curiosidad por el nuevo paisaje había hecho lentos mis pasos, de modo que les di tiempo de acomodar la cubierta durante mi ausencia.

El Mono estaba tendiendo sobre los guardamancebos la ropa que, antes de zarpar de Almanza, había puesto en remojo en un alto balde cilíndrico de hierro pintado con gruesa capa de un color que no sabría cómo describir, pero que podría ser crema, o amarillo, o haber sido blanco alguna vez.

Con el balde ya vacío en una mano, y el tetrabrik en la otra, descendió del barco y se perdió por el camino de la costa sin decir ni chau.

Horas más tarde, regresó con la mano del tetrabrik vacía y el balde lleno a rebosar del fruto más exquisito que he probado (con la sola excepción de las trufas frescas mezcladas en la ensalada en aquel jardín de Marseillan frente al Mediterráneo).

Sobresaliendo del balde, rosadas, saladas y aromadas de mar, decenas de centollas recién sacadas esperaban pacíficas convertirse en manjar.

Resultó ser que el Mono vio, cuando arribamos a Puerto Williams, que estaba amarrado un barco centollero en el que trabajaba un práctico de su amistad.

Y allí fue a cambiar el tetrabrik, al que agregó un paquete de cigarrillos negros sin filtro, por un balde de centollas, que eran apenas un sobrante de todo lo que habían logrado cosechar de las jaulas centolleras.

El Mono nos mandó a pasear, no figurada sino literalmente, mientras él se ocuparía de cocinar las centollas. Siempre sospeché que fue porque no quería que le descubriéramos la técnica que usaría para la cocción. Pero concedámosle el beneficio de la duda porque en una de esas solo quería que conociéramos el lugar.

Bajamos a recorrer el pueblo lo cual, traducido a lenguaje náutico, significaba recorrer el muelle y reconocer barco por barco. El resto del pueblo, habiendo puerto, carecía de interés para Toni y yo nunca encontré la forma de sacarlo de la fascinación que ejercían los barcos sobre él.

Había un barco de bandera brasileña, el Tinker Toy. Recuerdo el nombre por lo sonoro y juguetón.

Había otro barco noruego, y otro finlandés. Un barco inglés si no recuerdo mal, uno francés y uno sudafricano. Un par de barcos chilenos y el Mago II que ondeaba orgulloso su bandera patria.

Y cuando digo la nacionalidad de los barcos, digo también la nacionalidad de sus capitanes y tripulantes, su procedencia y a la vez, su destino final. Eran casi todos transmundistas que fueron a converger en el puerto más austral.

Algunos eran barcos lujosos, muy estéticos y modernos como el Tinker Toy. Otros, como el barco francés, eran barcos que parecían maltrechos y terminados a los mordiscones. Pero uno sabía que todos, debajo de su aspecto, eran barcos duros, confiables y con toda la mar detrás, como aquel marino de Patxi Andión.

Nos deteníamos al pie de cada barco para mirarlo en detalle. Toni, que estaba planificando para el siguiente enero su primer cruce del Atlántico por latitudes australes, los miraba fijo, como tratando de absorber el misterio, la vibración de esas naves que lo precedían en su epopeya, como esperando que le transmitieran su sabiduría y su historia.

Llenos de mar y de leyenda, regresamos al Mago II cuando empezaba a anochecer y las centollas ya estaban cocidas.

Pero antes de atacarlas, sabiendo que eran demasiadas para nosotros tres, el Mono nos arreó hasta el pub que estaba en la base del muelle a buscar comensales. Una puerta angosta que no dejaba adivinar el movimiento que había adentro. Los tripulantes de todos los barcos que habían exaltado nuestra fantasía estaban sentados a mesas o a la barra tomando bebidas de todo tipo y color, pero todas muy fuertes. Música a buen volumen y conversación que no advertía que no estaba a bordo y no era necesario gritar para superar el sonido del viento, creaban un ambiente ruidoso y alegre.

Nos acodamos a la barra los tres y pedimos pisco sour. En copa de boca muy ancha, dulce, espumoso, el brebaje se me acabó en el primer trago. Pedí otro. No suelo ser muy tolerante con el alcohol, se me sube rápido a la cabeza, pero este no me afectó. Así que pedí todavía uno más.

El Mono estaba haciendo sociales con los capitanes de algunos yates, a los que invitó a cenar al Mago II. Seguido por tres de ellos, el brasilero, el noruego y el francés, nos echó un cabezazo para indicarnos que era hora de irnos. Me levanté de la banqueta de la barra y así como me paré, me caí sentada en el piso, completamente despatarrada y desconcertada, mirando con total lucidez el mundo desde abajo, pero sin ninguna posibilidad de ponerme de pie. Fue como si me hubiera quedado sin piernas. No las sentía. Mi cuerpo empezaba directamente en las caderas.

Desde lo alto, los dos con los brazos en jarra, el Mono me miraba meneando la cabeza y Toni me miraba como el malevaje extrañao: sin comprender.

Finalmente, pudieron reaccionar. Me levantaron y me llevaron en sillita de oro hasta el Mago II, escoltados por el brasilero, el noruego y el francés.

Qué puedo decir. Solo que pisco sour… nunca más.

Y… ¿las centollas? Las comemos en la próxima.

 

CUARTA: LAS CENTOLLAS

Regresé del pub del muelle de Puerto Williams, tres pisco sours adentro, colgada en sillita de oro con el Mono de un lado y Toni del otro, que así me subieron a bordo del Mago II y me depositaron en el rincón más alejado de la dinet.

La mesa estaba puesta para siete personas. Frente a cada lugar, un plato playo y una copa. Ningún cubierto. Y en el centro de la mesa, mayonesa, limones naturales cortados en cuatro y varias botellas de vino. Se sentaron conmigo el Mono, Toni, el brasileño, el noruego y el francés. Y en lo que podríamos considerar la cabecera, si es que la dinet tuviera cabecera, como si fuera el séptimo comensal, apoyado en el piso y asomando su altura por encima de la tabla de la mesa, estaba él: el balde con las centollas cocidas.

Mientras nos acomodábamos, llegó alien, el octavo comensal: el práctico del centollero con el que el Mono había hecho su transacción de tetrabrik y cigarritos por centollas.

El práctico, que hablaba español pero no pude precisar su nacionalidad, probablemente chileno de muy al sur, permaneció todo el tiempo de pie junto al balde de centollas. Sacó de un bolsillo una navaja marinera que mantuvo con la hoja desplegada en su mano derecha. Empezó entonces una liturgia que repitió una y otra vez sin ninguna variación, como una suerte de letanía religiosa: tomaba con la mano izquierda una centolla del balde y, con un solo gesto rápido y preciso de la mano derecha, le quitaba completamente el caparazón y echaba toda la carne entera al plato de un comensal. Repetía el ritual plato por plato, comensal por comensal, en ronda como si estuviera repartiendo las cartas para el truco. Al final de cada ronda, le tocaba el turno a él, que comía la centolla directamente de la navaja y de un solo bocado que llenaba su boca y degustaba con placer.

Nosotros mirábamos fascinados cada pase de magia que terminaba en una enorme y deliciosa centolla que, arrojada en nuestro plato, comíamos con la mano. A veces, la rociábamos con limón. Otras, la mojábamos en la salsa mayonesa. Otras, la comíamos simplemente así. Y cada centolla ameritaba volver a llenar la copa de vino.

En esa Babel, la más meridional de que se tiene conocimiento, fuimos desgranando centollas, vinos e historias desde que se puso el sol aquel día, hasta que volvió a salir al día siguiente.

Cuando el balde estuvo vacío de carne y repleto de costras vacías, los visitantes, incluso el práctico, se retiraron a sus respectivos barcos, y nosotros nos fuimos a dormir el sueño de los pipones.

Cuando me desperté, pasado el mediodía, Toni seguía durmiendo y el Mono ya estaba trajinando en cubierta, como era su tempranera e inquieta costumbre.

Y como era mi costumbre, desperdicié un chorro de agua potable en mi paso hacia el baño. Pero no llegué a desperdiciar el segundo chorro, habitual cada vez que regresaba del baño, porque esta vez no regresé: ¡es que no me atrevía a salir! Por mucho que me afanaba, no encontraba solución. No escuchaba a Toni para pedirle ayuda, así que seguramente todavía seguiría durmiendo, y escuchaba en cambio al Mono preparando el tardío desayuno en la cabina, todo lo cual aumentaba mi desesperación. No tenía a quién recurrir y no la podía caretear. Fue pasando el rato y la cosa seguía igual, y yo me negaba a salir, temiendo que esta vez sí el Mono me bajara y me dejara varada en Puerto Williams.

Pero, al ver que me demoraba tanto, el Mono se preocupó y me preguntó si estaba bien. No me quedó más remedio que tragarme mi orgullo y prepararme para ser objeto de escarnio y humillación. Tuve que salir del baño y, pálida, casi descompuesta y con voz temblorosa, blanquear:

-Mono… se tapó.

Justo en ese momento salió Toni del camarote y alcanzó a escuchar mi confesión. Ubicado a espaldas del Mono, me hacía gestos abriendo los brazos y me miraba desorbitado, pensando que había llegado el fin de la travesía para mí, y para él también. Pero el Mono, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, me dijo con displicencia:

-Ah, no te preocupes. Hace rato que está fallando y no tenía ganas de arreglarlo. Ahora me voy a ocupar.

Toni enseguida se ofreció a realizar tan indigna tarea, pero el Mono, desmintiendo una vez más su fama de mal arreado, nos mandó nuevamente a pasear mientras él se ocupaba con toda paciencia de desarmar íntegramente el WC, cuyo infame contenido seguramente habrá volcado en el ya mentado balde de color indescriptible en el que antes había lavado la ropa y luego cocinado las centollas, y que venía ahora a estrenar una nueva función. Contenido que luego seguramente habrá sido abono para las algas marinas.

Yo creo que la culpa fue de las centollas…

 

QUINTA: EL POLLO

Venía enviando a Toni cada una de las torpezas a medida que las escribía. El domingo 29 de diciembre de 2019 terminaba de escribir la quinta, que le estaba por enviar, cuando supe que, a las 4.30hs, el aventurero corazón de mi Capitán Toni dejó de latir para siempre. Sean estas líneas mi homenaje a un hombre, a un marino, que se bebió la vida a grandes tragos.

Soltamos amarras y nos fuimos alejando de Puerto Williams. Atrás quedaban las casitas de techos multicolores, las callejas de tierra desiertas, los oscuros almacenes de grandes mostradores, el pub del puerto cuyo piso recibió el impacto de mi borrachera, y la inolvidable experiencia de la Babel austral que duró hasta el alba.

Salvo la primera singladura después de dejar Ushuaia, que estuvo signada por los willie waws, las demás navegaciones fueron serenas, con brisas frescas y mar llana, sol pleno o estrella clara.

Esta no fue la excepción. Una brisa portante nos empujaba grácilmente hacia nuestro destino final, la estancia Harberton. Las montañas de picos nevados y verdes laderas nos veían pasar por el centro del canal, relajados, ahítos de olores y sabores, de centollas y vinos, de historias y cuentos, de lenguas y acentos, de esa inefable sensación que oprime el pecho al saber que estamos en el confín de la Tierra, allí donde pocos se atreven.

En ese estado místico fuimos transcurriendo el canal hasta llegar a Harberton.

Desde lejos ya se veía el elegante casco de la estancia, con techos muy rojos, paredes muy blancas y ventanas muy verdes.

En ese paisaje tan final, tan silvestre, el parque de césped bien cortado que rodea la estancia, con sus vallas de madera prolijamente alineadas, sus árboles estratégicamente dispuestos y sus arbustos en flor, era una sorpresa de civilización.

Cuando arribamos, ya estaba anocheciendo. El muelle estaba ocupado, de modo que, en medio de la oscuridad y el silencio, nos abarloamos a un pesquero que se veía vacío, por el que pasamos para bajar al muelle.

El contraste entre la cuidada estancia inglesa y el agreste paisaje que la rodeaba, en ese momento en que todo parecía suspendido en el tiempo y liberado de las leyes de la gravedad, generó una sensación perturbadora en esos tres extraños que recién llegaban de mecerse suavemente en la brisa y en la onda de mar. En la quietud de la noche, sin habernos puesto de acuerdo, sin hablar ni intercambiar miradas siquiera, nos quedamos largamente parados en el muelle. Simplemente contemplando. Simplemente escuchando. Simplemente respirando.

La estancia se veía iluminada, aunque desierta. Silenciosa e inmóvil. No se percibía vida adentro ni afuera. Ni personas ni animales. Ni siquiera croaban las ranas. Ni siquiera cantaban las aves nocturnas.

A la mañana siguiente iríamos los tres a desayunar a la estancia, a disfrutar de la calidez de sus maderas, de los aromas de sus panes recién horneados y de los sabores de sus cafés frescos apenas cortados con un chorro de leche fría.

Luego iríamos a reconocer la zona, y veríamos con propios ojos los lugares que Lucas Bridges nos hizo imaginar tan vívidamente en “El Último Confín”, que Toni y yo habíamos devorado antes de llegar a Ushuaia. Caminaríamos con propios pasos los senderos que vieron pasar a su padre y a las generaciones que los siguieron. Nos deslumbraríamos con los esqueletos de inmensos cetáceos del Museo Acatushun. Nos acurrucaríamos en una choza ona pretendiendo que era nuestra casa para tratar vanamente de sentir lo que habrían sentido sus habitantes unos siglos atrás.

Por la tarde, iríamos a caminar por los bosques de lengas y ñires de la bahía de Imiwaia, en donde nos envolvería la presencia hipnótica de la soledad.

Volveríamos a zarpar a la otra mañana para desandar toda nuestra estela por el canal, volviendo a lamentar, una vez más, la enajenación de esas tres islas que en el mapa lucen como insignificantes puntos, mínimas pecas en el celeste que representa el agua pero que, en la geografía, son enormes masas de tierras fértiles y bellas, estratégicamente enclavadas en el mar como últimos bastiones del continente americano, plataforma de lanzamiento hacia el continente antártico.

Todo eso haríamos los tres a partir de la mañana siguiente y hasta el amanecer del segundo día, en que emprenderíamos el regreso a Ushuaia.

Pero esa primera noche, quieta y silente, parados en el muelle de Harberton, la vida pasó a nuestro lado durante un tiempo que no sabría medir, como el agua pasa llevada por la corriente acariciando los peñascos que permanecen inmóviles en su lugar.

Finalmente, el Mono, más familiarizado con esa sensación de irrealidad, reaccionó y nos empujó de regreso al Mago II, muy suavemente, como para no quebrar el hechizo de esa hora.

Toni y yo nos sentamos alrededor de la dinet, con las miradas perdidas y en introspección, elaborando la ilusión que nos regaló la noche.

El Mono, que ya empezaba a sentir hambre, y viendo que nosotros no seríamos de mucha utilidad, echó mano a un pollo que había reservado para una ocasión especial. Esta lo era, sin duda, y el Mono la celebraría con su receta más preciada: pollo al horno con papas.

Estuvo trabajando casi una hora para trozar el pollo, pelar las papas y aderezar todo con mucha dedicación. Una vez que la asadera con su abundante y bien especiada carga estaba ya adentro del horno encendido, el Mono se puso a la tarea de limpiar la salamandra de querosene que estaba afirmada justo frente a la cocinita, y que usaba para calentar la cabina esas noches que se presentaban bastante frescas.

Parece que se había tapado y cuando el Mono sacó una pieza para limpiarla, buena parte del combustible se derramó sobre la sentina entre la estufa y la cocinita.

Cuando el aroma del pollo especiado se empezó a esparcir por todo el interior del barco, el Mono me llamó y me pidió ayuda, mientras Toni permanecía absorto en sus pensamientos, sentado a la dinet.

Acudí y el Mono, mostrándome las manos empapadas en querosene, me preguntó si me animaba a dar vuelta el pollo que estaba cocinándose en el horno.

-¡Pst! ¡Por supuesto!

Cómo no me iba a animar. Abrí la tapa del hornito y, sin darme tiempo a nada, la asadera se deslizó sobre la tapa abierta donde quedó trabada, mientras todo su contenido, pollo, papas, especias y aceites, fue a parar por el impulso… directo a la sentina.

Miré al Mono con ojos que se querían salir de las órbitas. El Mono miró su obra de arte embadurnada con querosene. La Tierra dejó de girar y mi corazón salteó un par de latidos.

Entonces el Mono, con sus manos todavía empapadas en querosene y algunos otros fluidos que habían estado saliendo de la salamandra, tomó la asadera, metió el pollo y las papas adentro, me preguntó si me molestaba, le dije que no, me dijo que a él tampoco y que Toni no tenía por qué enterarse, y puso la asadera al horno otra vez mientras, silbando bajito, se abocaba a terminar con la limpieza de la salamandra. Y de la sentina.

Esa noche comimos el pollo más delicioso del que los tres tuvimos memoria, y estrenamos la nueva receta del Mono, una exquisitez exclusiva que muy pocos hemos tenido el privilegio de degustar.

Del Pollo a la Sentina, que así bautizamos la nueva receta, no quedó nada. El Mono y yo compartimos el secreto con cierta picardía y complicidad. Había escrito inicialmente que Toni probablemente se enteraría de sus ingredientes al leer estas líneas. Ahora sé que nunca se enterará…

Ah, la salamandra finalmente quedó impecable.

Y bueno. ¡Cómo iba a adivinar yo que la cocina era cardánica!

 

SEXTA: LEYENDAS

Esta que les conté fue una travesía anfibia. Que empezó en un autito sobre el ripio de la 40 Sur y siguió sobre el canal de Beagle en el Mago II.

Que fue un antes y un después. Una bisagra. Un punto de inflexión. Un hito. Un faro altísimo y refulgente en la accidentada costa de mi vida.

Y es que el transcurrir la Patagonia hacia el Sur no es inocuo. La belleza de los paisajes que se van sucediendo con una diversidad desconcertante. El verdor furioso de los bosques. La tremenda aridez de la estepa. La sorpresa turquesa de los lagos. La contundencia azul de los ventisqueros. La soledad inmensa. La solitaria inmensidad.

Y el Canal. La ultimidad del Canal. La virginidad del Canal, que concebía sin pecar día tras día porque no alcanzábamos los pocos que lo surcábamos para desflorarlo.

El Canal. Con la violencia de sus willie waws. Con la serenidad de su onda marina. Con sus riberas salvajes y sus pulcros asentamientos.

El Canal que me acunó a bordo del Mago II y fue testigo de mis torpezas.

El Canal que marcó a fuego mi recuerdo y lo dividió en dos: antes y después.

La experiencia fue iniciática y selló en mi espíritu el deseo incontenible de navegar. Y de explorar. Y de aventurar.

Fue a partir de esa travesía que empecé a tomarme la vida como Toni, a grandes tragos.

Fue a partir de entonces que pude darle un mentís definitivo al Valle de Lágrimas: no estamos en la Tierra para sufrir. Vinimos para gozar.


Regresamos a Ushuaia desandando nuestra estela, como ya les había contado. Conmovidos por la extrema vivencia y tristes por la próxima despedida. Adiós al Mono. Adiós al Mago II. Adiós al Canal.

Sin embargo, la pierna a Ushuaia no sería la última. Habría aún una etapa más, terrestre esta vez, de mi travesía anfibia.

Ya en el puerto de Ushuaia, mientras armábamos nuestros bolsos, el Mono nos preguntó si pasaríamos por Comodoro Rivadavia en nuestro retorno a casa. Esa era nuestra idea: retornar por la costa. Entonces nos pidió que lo lleváramos hasta allí.

Era ciertamente extraño, hasta incómodo debo decir, tener a esos dos lobos de mar a bordo de mi autito por la ruta 3. Eran sapos de otro pozo. Aunque yo venía de hacer miles de kilómetros en el coche con Toni, la presencia del Mono denunciaba irremediablemente la condición marina de ambos, su ajenidad a la tierra. Pero en fin, que fuimos los tres en el autito hasta Comodoro Rivadavia a donde llegamos de noche, para variar.

Al día siguiente, el Mono tenía pensado tomar un micro para ir al Bolsón a visitar a su hija y nosotros, emprender el regreso para Buenos Aires. Pero como yo no conocía Comodoro, ambos decidieron postergar los respectivos planes para mostrarme la ciudad. Yo creo que fue una excusa para demorar la despedida, pero tal vez sólo sea idea mía…

Y como ya saben, la ciudad, para los navegantes, se circunscribe al club náutico. Hacia allí nos dirigimos para que ellos me mostraran la ciudad… digamos.

Afuera, en exhibición, estaba el Gandul II, el monocasco de hierro con el que Gustavo Díaz Melogno había cumplido con su heroica, casi suicida, gesta al Cabo de Hornos, de donde regresaron todos hipotérmicos. Pero vivos.

Entramos al bar del club. No había nadie.

Estábamos sentados los tres a una mesa con sendos cafés cuando entró el primer socio. Se acercó cortésmente para saludar y, sin alcanzar a presentarnos, Toni y el Mono lo llenaron de preguntas acerca de la situación actual del Gandul II.

Yo había conocido a Gustavo Díaz Melogno de la mano de Toni, a su paso por Buenos Aires unos meses atrás. Lo recibí en mi casa donde charlaban ellos sobre el proyecto de Toni de lanzar la regata Buenos Aires-Cape Town.

Recién en este bar en Comodoro Rivadavia supe quién era Gustavo, los quilates de ese hombre que había ido al Cabo de Hornos, a la Antártida, había cruzado el Atlántico en una epopeya mítica, y ahora estaba planeando salir a navegar con su familia para siempre.

Una semana después, pasaríamos con Toni por Puerto Madryn donde estaría justamente Gustavo con la que entonces era su esposa, Ofelia, construyendo en la playa su nuevo Gandul, un catamarán con el que tenían la intención de dar la vuelta al mundo en familia. Yo lo vería, ahora sí, con la emoción de estar en presencia de un héroe de la navegación a vela, de un único, un irrepetible, a la luz de lo que había surgido de esa charla de café en Comodoro Rivadavia y a la vista de lo que era el Gandul II, esa metálica cascarita de nuez sin siquiera revestimiento interior aislante, que se había bancado las más bajas temperaturas y las más altas olas del planeta.

Pero ahora seguimos en el bar del club. Después de estar conversando cerca de media hora del Gandul II y otras marinerías, el hombre de Comodoro comentó que necesitaba ir a Buenos Aires para aprovisionarse de algunos artículos náuticos que en Comodoro no se conseguían y pidió consejo sobre dónde encontrarlas. Toni, que siempre era muy dispuesto, le ofreció asistirlo cuando fuera la ocasión, lo que el comodorense aceptó muy agradecido. Toni entonces escribió en un papelito su nombre y teléfono y se lo pasó al hombre.

En el momento en que el hombre leyó el papelito, tuve una clara demostración de lo que significa “metamorfosis”. Ni Kafka logró expresarla con mayor precisión. Su cara se transformó completamente. Miró el papelito, luego miró a Toni, volvió a mirar el papelito y volvió a mirar a Toni y luego de repetir esto varias veces, logró articular palabra.

-¿Vos sos Toni López? ¿”EL” Toni López?

“EL” Toni López encogió los hombros en gesto de: “Y yo qué sé”.

El comodorense le preguntó entonces, con el asombro saliendo a borbotones de su boca a cada pregunta, si él era el que había ido a Malvinas, si él era el que escribía en Bienvenido a Bordo, si él era el de las 500 Millas. Toni asentía y el hombre finalmente explotó:

-¡Entonces vos SOS “EL” Toni López!

La situación se puso francamente rara. El hombre lo miraba como hipnotizado mientras su mandíbula inferior totalmente vencida dejaba caer un hilillo de baba que se deslizaba vergonzante por su mentón.

Toni balbuceaba algunas tonteras como para salir del paso. Que lo llamara cuando fuera a Buenos Aires, que tenía un amigo que vendía los repuestos que él necesitaba, que le avisara antes de ir así lo esperaba.

El Mono miraba la escena con gesto divertido, recostado contra el respaldo de la silla gozando de la incomodidad en la que el hombre había colocado a Toni, que no se ponía colorado de puro moreno que era nomás, pero que ya estaba mirando alrededor buscando vías de escape.

Finalmente, el comodorense reaccionó. Cerró la boca, se limpió la baba, y dirigió su mirada todavía alucinada hacia el Mono.

-Y vos, ¿tenés barco?- le preguntó en tono casi condescendiente, como tratando cortésmente de no dejarlo afuera de la charla.

Ante el gesto afirmativo del Mono, siguió: -¿Cómo se llama?

-Mago II-, dijo el Mono con humildad.

-¡Mago II!- gritó el hombre. -Mago II, ¿el de Ushuaia? Entonces… ¡vos sos EL Mono Damilano!

En ese momento, entró en el bar otro hombre. Nuestro comodorense se levantó como un resorte, interceptó al recién llegado en la puerta y, en voz que no lograba ser baja, susurró:

-¡Estoy en esa mesa con Toni López y el Mono Damilano!

Me precio de tener cierta facilidad para las descripciones literarias. Pero en este caso debo confesar que me falla el diccionario, porque no encuentro palabras para describir la emoción descontrolada de nuestro hombre al contarle al otro con quiénes estaba sentado, y la emoción descontrolada del recién llegado cuando dejó al otro plantado allí y se lanzó literalmente hacia nuestra mesa a conocer a los ilustres parroquianos.

Lo que siguió después fue un enchastre de babas, mandíbulas caídas, ojos desorbitados, palabras elogiosas, preguntas excitadas, y un Toni y un Mono que me lanzaban desesperados pedidos de auxilio con la mirada. Pedidos que, por supuesto, no atendí.

¡Es que yo también estaba desbordada!

Porque recién este casual encuentro con los socios del club náutico de Comodoro Rivadavia me había hecho caer en la cuenta de la verdadera eslora en flotación de estos dos hombres con los que había compartido tantas singladuras.

De pronto, Toni y el Mono, a quienes les iba conociendo yo las alegrías y las miserias, las virtudes y los defectos, las buenas y las malas, las finezas y las procacidades, estos dos queridos aunque para mí simples hombres que habían ya echado raíces definitivas en mi historia y en mi corazón, eran ni más ni menos que dos leyendas vivientes de la náutica nacional.

Así que, amigos, este fue mi último pero, a la vez, mi mayor desatino en este anfibio rosario de torpezas: kilómetros y millas recorridos en la total ignorancia de lo que mis compañeros de ruta representaban para los navegantes de nuestro Río de la Plata y de nuestra costa Atlántica.

De más está decir que el Mono no se tomó el micro al Bolsón ni nosotros regresamos a Buenos Aires directo por la ruta 3.

Nos fuimos los tres en el autito al Bolsón a ver a su familia, que nos recibió con un corderito asándose en la montaña.

Una cabalgata, también anfibia, selló la travesía. A lomo de yegua recorrí los cerros y crucé el río Azul, tan crecido que el agua me llegaba hasta las rodillas, pero la potra se afirmaba en el fondo piedra a piedra empujando con el pecho la corriente en contra hasta que alcanzamos la otra orilla.

Esta fue la yapa de mi travesía que fue anfibia y, ahora puedo decirlo con conocimiento de causa, legendaria. Una travesía que compartí con próceres de la náutica nacional.

Debo esta experiencia a la generosidad y grandeza de Alejando Damilano, el querido Mono, que compartió conmigo, una desconocida, sus mejores tesoros.

Y debo también esta experiencia, y otras muchas, al espíritu libertario y transgresor, siempre al borde de todas las cornisas, de quien en vida fuera el Capitán de mi Aventura: Juan Antonio Franklin López. O, simplemente, Toni.

Sea para ellos este, mi humilde reconocimiento, y vuele a su encuentro mi eterno cariño sobre las alas de estas líneas.

FIN

 

PLANOS Y PUBLICACIONES - INDICE



1

La Recalada: EL ACHERNAR

39

La Recalada: LOS KRYPTON

2

La Recalada: ALBATROS 9.50

40

La Recalada: LASER 23

3

La Recalada: ALOHA 22

41

La Recalada: LASER 5.60

4

La Recalada: ALPHA 25

42

La Recalada: LEF 34

5

La Recalada: AMANCAY

43

La Recalada: EL LEJOS

6

La Recalada: EL ANTONINA

44

La Recalada: LOS LIMBO

7

La Recalada: APOLO 77

45

La Recalada: MINI TONNER

8

La Recalada: ARDILLA

46

La Recalada: MINIYACHT 4.50

9

La Recalada: ARIES 10.80

47

La Recalada: MIURA 25

10

La Recalada: ARIES 9.80

48

La Recalada: MIURA y CP

11

La Recalada: BLACK 30

49

La Recalada: NAUTILUS

12

La Recalada: BLACK 40

50

La Recalada: NOY

13

La Recalada: BORDIGA

51

La Recalada: EL PAJARITO

14

La Recalada: BRAMADOR 40

52

La Recalada: PAMPA 96

15

La Recalada: BRIGAND 28

53

La Recalada: PANELA 31

16

La Recalada: EL CAROCITO II

54

La Recalada: PETERSON 26

17

La Recalada: EL CARPINCHO

55

La Recalada: PETREL

18

La Recalada: CATAMARAN EL GATO

56

La Recalada: PHANTOM

19

La Recalada: CLIPPER 32

57

La Recalada: PLENAMAR 27

20

La Recalada: CLOVER 17

58

La Recalada: LOS PLENAMAR

21

La Recalada: CLOVER 20

59

La Recalada: PUMA 27

22

La Recalada: CORMORAN

60

La Recalada: QUECHE 55

23

La Recalada: MIURA y CP

61

La Recalada: REGGE 23

24

La Recalada: CUASAR 28

62

La Recalada: RIO DE LA PLATA

25

La Recalada: DANGELO 24

63

La Recalada: LOS ROY

26

La Recalada: DEL PLATA 17

64

La Recalada: ROY 32

27

La Recalada: DEL PLATO

65

La Recalada: EL SAN MIGUEL

28

La Recalada: DELTA 96

66

La Recalada: SOL 105

29

La Recalada: DOBLE ORZA

67

La Recalada: STEWART 26

30

La Recalada: DOLPHIN 23

68

La Recalada: STORM 23

31

La Recalada: DRAKKAR 32

69

La Recalada: TAURO 580

32

La Recalada: ENFANT

70

La Recalada: EL TERO

33

La Recalada: FyC 44

71

La Recalada: TITAN 255

34

La Recalada: LOS H

72

La Recalada: TRACK 24

35

La Recalada: HENNY 28

73

La Recalada: LOS TRITONES

36

La Recalada: HOBBIE CAT EOLIEN

74

La Recalada: VAN 30

37

La Recalada: BARCO HOLANDES

75

La Recalada: VICTORY 34

38

La Recalada: ITHURBIDE

76

La Recalada: ZUGVOGEL, NARVAL y VEGA