TRAVESÍA ANFIBIA
(o Crónica de una Torpeza)
Hace unos años estuve
escribiendo a pedido del amigo Enrique Estévez unas crónicas de mis
travesías por el canal de Beagle con Toni López y el Mono Damilano en el Mago II. Para esos dos
enormes navegantes y controvertidos hombres que me hicieron el honor de
compartir conmigo singladuras, vida y vinos, va este humilde homenaje en
recuerdo de una de las experiencias más extraordinarias que me tocó vivir en la
vida.
PRIMERA: LA
TABLA
Esta que les
contaré fue una travesía anfibia.
Y fue un antes
y un después. Una bisagra. Un punto de inflexión. Un hito. Un faro altísimo y
refulgente en la accidentada costa de mi vida.
Veníamos
recorriendo la cordillera patagónica desde el lago Aluminé, siempre hacia el
sur. A veces montábamos el autito sobre la legendaria ruta 40 sur. A veces la
abandonábamos para adentrarnos aún más al oeste en la cordillera viva. A veces
cruzábamos a Chile.
Era septiembre,
era 1998, y era la aventura.
En Buenos Aires
había dejado, casi abandonados, sin pena y sin culpa: dos hijos en plena
pubertad; un gato siamés que demasiado les toleraba; mi carpeta de cuero negro,
parte inevitable de mi cotidiano atuendo de formal abogada citadina que
taconeaba fino por los foros porteños; y una madre y un padre que, a pesar de
que “la nena” se acercaba peligrosamente a los 45, temían seriamente por su
salud… física y mental.
En el autito
llevaba: una valija con mucho abrigo; una carpita iglú, colchonetas y un farol
de kerosene; una barra de remolque y dos ruedas de auxilio; comida y bebida
para dos días; kilos de tierra fina que, en los interminables caminos de ripio,
entraba por las ventanillas que nos negábamos a cerrar por no perdernos de
respirar el aire fresco de la montaña; unos treinta casetes de música
seleccionada; y, sentado al volante, el inefable Toni López, el Capitán de mi aventura.
Treinta días
después de nuestra partida, con toda la 40 atrás, con el cruce del estrecho de
Magallanes en el ferry, con la Tierra del Fuego recorrida de norte a sur, con
la cabeza llena de historias, de imágenes, de olores, de sabores, con el
corazón estallando de emociones, finalmente se nos regaló a la vista la mágica
ciudad de Ushuaia, mantón extendido sobre las laderas que reposa sus flecos en
el mar.
Debo hacer un
alto en el camino en este punto para contarles que, en aquel entonces, yo ya
había navegado unas cuantas millas de la mano de Toni, pero siempre en calidad
de invitada. Mis funciones a bordo se extendían a dos: una, preparar
sanguchitos de jamón crudo; y la otra, no sentarme arriba de ningún piolo. La
primera me salía muy bien…
No pertenecía
yo al ambiente náutico, apenas recordaba cuál era el babor y cuál el estribor,
y ciertamente creía que el amante de rizo era una suerte de Rodolfo Valentino
al que no entendía por qué conjuraban tan seguido abordo. Aun así, ya había
hecho una travesía en velero desde San Isidro hasta Mar del Plata y su retorno,
y había recorrido la costa uruguaya desde Montevideo a Colonia, lo cual parecía
ser heroico a estar a los comentarios que recibía de quienes sí navegaban pero
no pasaban de la vuelta al perro, aunque a mí me había resultado simplemente
hermoso.
En reuniones de
navegantes había escuchado hablar bastante de un tal Mono Damilano, siempre con
una mezcla de admiración y temor. Se contaban de él anécdotas que lo convertían
en una especie de Hércules furibundo, capaz de impresionantes proezas náuticas
y también de temibles ataques de malhumor de casi fatales consecuenciass, de
modo que su solo nombre me hacía correr un escalofrío.
Y a la vista de
la bellísima bahía de Ushuaia y su colorido puerto, me vine a enterar de que
allí estaba amarrado el Mago II, el barco precisamente del mentado Mono que a
la sazón vivía en Ushuaia y hacía charters hasta la isla de los Estados y la
Antártida.
El primer tour
que planificó Toni para nosotros ni bien tomamos habitación de hotel fue… sí,
efectivamente: ir a “presentar sus respetos” al Mono.
Estaba tan
entusiasmado que no tuve corazón para decirle que no, pero la angustia hizo un
nudo en mi garganta y me preparé para ser blanco de los enojos del gigante
rubio -o tal vez de su indiferencia, ya que se me había advertido que si
alguien no le caía bien simplemente no le hablaba- porque estaba segura de que
no podría transitar por su barco sin mandarme alguna macana.
En ese estado
de ánimo, me vi en la incómoda situación de tener que abordar el Mago II desde
un muelle muy alto, para lo que precisé de la ayuda simultánea de Toni y del
Mono, cuyo desdén imaginé ya consolidado por mi evidente falta de pericia
náutica. ¡Mas no! En contra de toda su fama, me recibió con bombos y platillos,
me trató con la mayor cortesía, me atendió como a una reina, y tuvimos una
charla de un nivel de sofisticación que desmentía su aspecto algo troglodítico.
Transcurridas unas horas de visita, el Mono directamente nos invitó a navegar
una semana en el Mago II aprovechando que no tenía ningún charter programado.
Y aquí estábamos
ahora, el Mono, Toni y yo a bordo del Mago II zarpando del puerto de Ushuaia en
procura de la estancia Harberton, dando inicio así a la etapa acuática de esta iniciática
travesía anfibia.
Yo no podía
creer que selláramos nuestro recorrido patagónico cambiando el autito por el
velero y el ripio de la 40 por las heladas aguas del Beagle. Traté de no pensar
en la posibilidad de caer por la borda, pero mi propia imagen convertida en
empapada estatua de hielo me atormentaba.
Estábamos
navegando suavemente, enmarcados por montañas cuyas laderas nevadas se bañaban en
las aguas verde esmeralda del canal.
La montaña
cayendo a pico en el mar, la nieve reflejando en el agua, la cordillera
agonizando en el canal, es un paisaje único y conmovedor.
Pasamos muy
cerca de la Isla de los Lobos, que estaban todos amontonados tomando sol en esa
mañana de primavera austral.
El Faro Les
Eclaireus montaba guardia en lo que realmente parecía el Fin del Mundo, pero
siguiendo por el canal se veía que el Mundo continuaba todavía un poco más
allá.
Toni estaba
atareado con las maniobras en cubierta mientras el Mono estaba al timón. Yo
decidí bajar a preparar una picadita para hacer honor a mi primera función
abordo y sobre todo para evitar fracasar en mi segunda función. Encontré unos
quesitos deliciosos que corté en bocados grandes como para hombres rudos. Muy
contenta, los ubiqué decorativamente utilizando como fuente una tabla de madera
gruesa y tosca, muy bonita por cierto, que el Mono me había mostrado con
nostalgia como el último recuerdo que le quedaba de su esposa número… no me
acuerdo cuál. Salí a cubierta con la tabla rústica con los rústicos trozos de
queso, orgullosa de mi hallazgo, y dejé la tabla sobre uno de los dos bancos de
plaza que engalanaban el cockpit del Mago II (sí, bancos de plaza, atornillados
al piso, blancos, de hierro forjado con asientos de tablas de madera, ubicados
longitudinalmente en el cockpit en lugar de las tradicionales bancadas), y bajé
a buscar la bebida. En ese preciso momento, sin previo aviso, el barco pegó una
escorada que casi mete el palo en el agua (bueno, al menos eso me pareció). Y
al agua fueron a parar rústicos tabla y quesos.
Cada escorada
duraba todo lo que llevaba al barco transcurrir al través de los valles que
dejaban el espacio justo para que el willie waw, en un chiflido de cancha,
pasara entre las montañas y pegara duro a la cuadra. En cuanto alcanzábamos el
través de la siguiente montaña, el barco repentinamente volvía a su posición
vertical como si nada hubiera pasado.
Como si nada
hubiera pasado, pero esa vez pasó. Un silencio de muerte embargó el cockpit al
vuelo de la tabla y los quesos. Toni miró preocupado al Mono. El Mono miró
desaparecer el madero en el agua y luego miró mi cara de espanto. Sin decir
nada, bajó a la cabina. Cuando pensábamos que yo estaba perdida y que
seguramente sería expulsada en la primera escala, el Mono subió a cubierta con
otra tabla llena de quesos, con una enorme sonrisa, al son de: -¡Por suerte
había más queso!
SEGUNDA: LA
BOMBA DE PIE
El Mago II es
-o tal vez deba decir “fue” porque se ha perdido su rastro en algún puerto
brasilero después que el Mono se desprendiera de él cuando ya tuvo terminado el
Mago del Sur- un Super Cadete diseño de Frers, de madera, de casco rojo y
cubierta blanca, que lucía muy bello y sereno en esas aguas australes. Recuerdo
vívidamente su perfil, su elegancia, el tono de sus interiores y sus olores
típicos de barco de mar. Pero confieso que tuve que consultar a Enrique Celesia
sobre el material del casco y el diseño, porque en aquella época todos los
barcos me parecían diferentes sólo por el color.
Un barco
grande, cómodo, y con muy poca sofisticación. Especialmente, muy poca
dependencia con la electricidad y la tecnología moderna, de modo de resultar de
fácil y económico mantenimiento y reparación. Esa fue siempre la filosofía del
Mono para sus naves. Tenía así bombas de goma para el agua, tanto en baño como
en cocina. La cocina estaba situada en la banda de babor, y las dos bombas, de
agua potable y de agua de mar, estaban directamente en el piso y quedaban casi
en el paso hacia la proa. Era inevitable entonces pasar por las cercanías de ellas
para ir al baño. Y ¿dónde pisaba Alicia cada vez que iba al baño? Sí,
exactamente. En la bomba de agua potable.
Inevitablemente,
descargaba un chorro de agua potable cada vez que iba al baño, y otro cada vez
que regresaba a la cabina.
Se me había
advertido de la necesidad de cuidar el agua porque estaríamos navegando unos
cuantos días sin poder acceder a un lugar donde repostar y tenía que alcanzar.
Pero mi proverbial torpeza superaba todas mis prevenciones.
Las primeras
veces, Toni ponía cara de desesperación y trataba de disimular ante el Mono mi desperdicio.
Pero el Mono, al que nada se le escapaba a bordo -y cuando digo nada, es NADA-
se reía alegremente y minimizaba mi repetido blooper. Con los días, Toni se fue
relajando y finalmente, a cada chorrito de agua inútil, ambos se reían juntos
mientras yo seguía sufriendo mi torpeza.
Como para
compensar las extraordinarias pérdidas de agua potable a que sometía a mis
compañeros -y también para equiparar aunque sea un poco la distribución de las
tareas a bordo, ya que ellos se ocupaban de toda la maniobra y el timón, la
navegación, las guardias y todo lo que había que hacer- yo me afanaba por
llevar el interior del barco en orden, cocinar y lavar los platos y ollas. Y,
contrariamente a mi prodigalidad al caminar, había logrado ser minimalista en
el uso de agua para cocinar y terminar el lavado. No por habilidosa, sino
porque, extrañamente, parada frente a la bacha no podía acertar la bomba de
agua potable y me costaba un Perú poder sacar ese chorro que tan generosamente
se prodigaba cuando no debía. En fin. No pegaba una.
Así estábamos
transcurriendo el canal, ellos orzando o derivando, cazando o filando,
achicando paño o soltando, y yo pisando la bomba o ahorrando al cocinar y
lavar, cuando llegamos al través de Puerto Almanza.
El paisaje de
la costa era boscoso, muy verde, con algunas casas precarias, pocas, y el
destacamento de Prefectura que estaba abandonado, o al menos así pareció.
Fondeamos en el centro de una caleta muy verde y con el agua muy quieta.
El Mono armó el
dinghy de madera que estaba dividido en dos piezas, lo echó al agua, y a su
remo fuimos a la costa. Cada tantos cables, el Mono hincaba el remo vertical en
el agua sondeando la profundidad de la caleta que, según nos contó, venía a
reconocer por primera vez y quería constatar su calado. Así sabría la próxima
vez cuánto se podría acercar a la costa para fondear con el Mago II.
Justo en el
momento en que alcanzamos la costa, un toro se despeñaba en un barranco
cercano, en un espectáculo de estruendo y barro que nos dejó aturdidos. El toro
se puso de pie, se sacudió casi como un perro, y salió al galope a reunirse con
sus damas, dejando en el barranco la huella de su derrapada.
Buscamos leña,
encendimos un fuego, y en ese paisaje solitario, sentados frente a la hoguera con
la montaña a la espalda y mirando el mar, con el olor de la leña al quemarse y
el Mago II como una reina reposando en la bahía, se me hizo carne otra vez esa
dolorosa y a la vez excitante sensación de estar en el Fin del Mundo. De pronto
sentí que era la primera mujer sobre esas tierras, que estaba descubriendo un
mundo, que ningún humano había caminado antes por allí, que la nuestra era la
primera fogata y que esa bahía debería llevar nuestro nombre.
En la orilla
estaban asentados dos cañones oxidados apuntando hacia la otra orilla del canal.
Yo no conozco nada de armas, pero bastaba verlos para entender que sus balas no
podrían alejarse más que unos cientos de metros. Puerto Almanza, el bastión
defensivo de nuestra orilla del canal, era, como dije, apenas un caserío muy
precario. Y los dos cañones.
En la otra
orilla del canal, sobre la costa norte de la Isla Navarino, justo enfrentada a
nuestro Puerto Almanza, está Puerto Williams, la defensa chilena del canal.
Pensar que con
nuestros dos cañones de juguete podíamos alguna vez haber pensado que podíamos
defender nuestra soberanía sobre la isla de Navarino es realmente fantasioso.
Sobre todo cuando uno ve los cañones que hay en Puerto Williams. Pero en fin.
Las islas ya no son nuestras y no hay nada que hacer.
Después de
comer el asado que hicimos sobre el fuego de leños con carne que habíamos
llevado en el dinghy, recorrimos a pie la costa y el bosque, divisamos a lo
lejos el toro con su harem pastando como si nada hubiera pasado, dormimos una
siesta aprovechando las últimas brasas para templarnos, y regresamos en el
dinghy al Mago II.
Esa noche, nos
quedamos al ancla en la caleta frente a Almanza y los muchachos se ofrecieron a
cocinar. Hurgué entre los pocos pero muy selectos libros que formaban la
biblioteca de a bordo y encontré el “Pantaleón y las Visitadoras” de un Vargas
Llosa que todavía no había perdido su prestigio. Me puse a leerlo por enésima
vez y cada tanto largaba alguna sonora carcajada que no podía guardar para mí.
Intrigados, me pedían que compartiera con ellos lo que me causaba tanta gracia,
así que iba leyendo en voz alta cuando la risa no me ahogaba, mientras ellos
cocinaban, en la cabina inundaba de olores a cebollas fritas, orégano y laurel,
fondeados en una caleta frente a Puerto Almanza por una banda y Puerto
Williams, más lejos, por la otra banda, en una noche serena que mostraba sus
estrellas por la escotilla.
Cuando
terminamos de cenar, me levanté para ir al baño y, como siempre, pisé la bomba
de agua potable. Ellos me estaban mirando, esperando el chorro habitual. Pero
esta vez, nada salió.
-¡Ah! ¡Ven que
voy aprendiendo! Y ustedes que no me tenían fe. Esta vez pisé suavecito y no
llegó a bombear- dije casi chillando de orgullo.
-Alita- me
dijeron los dos a la vez -se acabó el agua…
Menos mal que
ya nos íbamos a dormir y a la mañana siguiente iríamos a Puerto Williams donde
podíamos repostar.
Pero Puerto
Williams será motivo de la próxima.
TERCERA: TRES
PISCO SOUR
Cuando el Mono
nos propuso navegar en el Mago II, nuestra primera reacción -conociéndonos como
nos conocíamos sabíamos sin consultarnos que la propuesta estaba aceptada- fue
preguntarle cuánto nos costaría la semana, ya que entendimos que nos estaba
ofreciendo un charter. El Mono, casi ofendido, nos respondió que era una
invitación.
-Eso sí, vayan
al super y hagan la provista.
Sobreactuando
la orden, arrasamos con todo lo que había en el super, especialmente la góndola
de vinos. No quiero compartir con ustedes para que no piensen mal de mí la
cantidad de vinos que llevamos para esa semana de travesía. Lo que sí les puedo
contar es que compramos vinos de la mejor calidad. Queríamos congraciarnos con
el Mono y agradecerle su generosidad y la inesperada aventura que nos proponía.
Cada noche,
cocinábamos y rociábamos la comida con abundante vino del mejor. No
escatimábamos descorche.
Cuando amaneció
en la caleta de Puerto Almanza, levantamos ancla -aramos dice el mosquito- y
zarpamos con rumbo a Puerto Williams que quedaba solo a un par de millas en la
otra orilla del canal.
Puerto Williams
se veía como una inmensa metrópolis comparada con Almanza. Hoy le disputa a
Ushuaia la cucarda de la ciudad más austral del planeta. Pero en aquel entonces
era apenas un pueblo, pulcro y pintoresco, asentado sobre el canal en un valle
formado por dos laderas verdes y suaves que dan perspectiva a una cadena de
picos nevados al fondo.
Verlo venir
desde el mar era una imagen de belleza conmovedora. Un racimo extendido de
casas bajas con techos multicolores, especialmente verdes y rojos, mojando sus
pies en el canal y recostando sus espaldas en las laderas. Y el largo muelle
que se adentra en el mar para dar refugio a las naves que se atreven a esas
latitudes.
Allí amarramos
con el Mago II una mañana de primavera, soleada y fresca.
Mientras
arranchaban ellos, y yo miraba sentada en uno de los bancos de plaza del
cockpit, el Mono me estiró un billete de dos pesos, de aquellos celestes, se
acuerdan, y me dijo que fuera a comprar un tetrabrik de vino tinto. Me señaló
la calle que daba al muelle, y me dijo que hiciera tres cuadras y doblara a la
derecha, y en la primera puerta de la mano de enfrente encontraría un boliche
donde adquirirlo. Le dije airada que teníamos todavía la bodega llena de vino
de excelente calidad, que no era necesario acudir a esos extremos. Me echó por
primera vez una mirada que revivió los escalofríos que me había provocado su
solo nombre así que, entendiendo que donde manda capitán no manda marinero,
tomé el billete y partí hacia mi destino de tetrabrik.
Una calleja de
tierra en leve ascenso, flanqueada de las pintorescas casitas que se veían
desde el mar, completamente desierta, sin ni siquiera un perro ladrando mis
pasos, me fue conduciendo hasta el boliche que me transportó en mi imaginación
a relatos de pulperías, gauchos y caña. Ásperos pisos de damero en rojo y azul,
estanterías hasta el techo con mercaderías comestibles variopintas, una sala
enorme con ventanas y puerta pequeñas que no permitían el paso del viento pero
tampoco del sol, y un muchacho de gesto vivaz detrás de un mostrador enorme de
madera oscura contento de tener por fin algo que hacer ese día.
Hecha la
transacción, desanduve mis pasos llevando en la mano aquello que me
encomendaron y que me negaba -y me sigo negando- a llamar vino.
En el Mago II,
todo estaba en orden. La curiosidad por el nuevo paisaje había hecho lentos mis
pasos, de modo que les di tiempo de acomodar la cubierta durante mi ausencia.
El Mono estaba
tendiendo sobre los guardamancebos la ropa que, antes de zarpar de Almanza,
había puesto en remojo en un alto balde cilíndrico de hierro pintado con gruesa
capa de un color que no sabría cómo describir, pero que podría ser crema, o
amarillo, o haber sido blanco alguna vez.
Con el balde ya
vacío en una mano, y el tetrabrik en la otra, descendió del barco y se perdió
por el camino de la costa sin decir ni chau.
Horas más
tarde, regresó con la mano del tetrabrik vacía y el balde lleno a rebosar del
fruto más exquisito que he probado (con la sola excepción de las trufas frescas
mezcladas en la ensalada en aquel jardín de Marseillan frente al Mediterráneo).
Sobresaliendo
del balde, rosadas, saladas y aromadas de mar, decenas de centollas recién
sacadas esperaban pacíficas convertirse en manjar.
Resultó ser que
el Mono vio, cuando arribamos a Puerto Williams, que estaba amarrado un barco
centollero en el que trabajaba un práctico de su amistad.
Y allí fue a
cambiar el tetrabrik, al que agregó un paquete de cigarrillos negros sin
filtro, por un balde de centollas, que eran apenas un sobrante de todo lo que
habían logrado cosechar de las jaulas centolleras.
El Mono nos
mandó a pasear, no figurada sino literalmente, mientras él se ocuparía de
cocinar las centollas. Siempre sospeché que fue porque no quería que le
descubriéramos la técnica que usaría para la cocción. Pero concedámosle el
beneficio de la duda porque en una de esas solo quería que conociéramos el
lugar.
Bajamos a
recorrer el pueblo lo cual, traducido a lenguaje náutico, significaba recorrer
el muelle y reconocer barco por barco. El resto del pueblo, habiendo puerto,
carecía de interés para Toni y yo nunca encontré la forma de sacarlo de la
fascinación que ejercían los barcos sobre él.
Había un barco
de bandera brasileña, el Tinker Toy. Recuerdo el nombre por lo sonoro y
juguetón.
Había otro
barco noruego, y otro finlandés. Un barco inglés si no recuerdo mal, uno
francés y uno sudafricano. Un par de barcos chilenos y el Mago II que ondeaba
orgulloso su bandera patria.
Y cuando digo
la nacionalidad de los barcos, digo también la nacionalidad de sus capitanes y
tripulantes, su procedencia y a la vez, su destino final. Eran casi todos
transmundistas que fueron a converger en el puerto más austral.
Algunos eran
barcos lujosos, muy estéticos y modernos como el Tinker Toy. Otros, como el
barco francés, eran barcos que parecían maltrechos y terminados a los
mordiscones. Pero uno sabía que todos, debajo de su aspecto, eran barcos duros,
confiables y con toda la mar detrás, como aquel marino de Patxi Andión.
Nos deteníamos
al pie de cada barco para mirarlo en detalle. Toni, que estaba planificando
para el siguiente enero su primer cruce del Atlántico por latitudes australes,
los miraba fijo, como tratando de absorber el misterio, la vibración de esas
naves que lo precedían en su epopeya, como esperando que le transmitieran su
sabiduría y su historia.
Llenos de mar y
de leyenda, regresamos al Mago II cuando empezaba a anochecer y las centollas ya
estaban cocidas.
Pero antes de
atacarlas, sabiendo que eran demasiadas para nosotros tres, el Mono nos arreó hasta
el pub que estaba en la base del muelle a buscar comensales. Una puerta angosta
que no dejaba adivinar el movimiento que había adentro. Los tripulantes de
todos los barcos que habían exaltado nuestra fantasía estaban sentados a mesas
o a la barra tomando bebidas de todo tipo y color, pero todas muy fuertes.
Música a buen volumen y conversación que no advertía que no estaba a bordo y no
era necesario gritar para superar el sonido del viento, creaban un ambiente
ruidoso y alegre.
Nos acodamos a
la barra los tres y pedimos pisco sour. En copa de boca muy ancha, dulce,
espumoso, el brebaje se me acabó en el primer trago. Pedí otro. No suelo ser
muy tolerante con el alcohol, se me sube rápido a la cabeza, pero este no me
afectó. Así que pedí todavía uno más.
El Mono estaba
haciendo sociales con los capitanes de algunos yates, a los que invitó a cenar
al Mago II. Seguido por tres de ellos, el brasilero, el noruego y el francés,
nos echó un cabezazo para indicarnos que era hora de irnos. Me levanté de la
banqueta de la barra y así como me paré, me caí sentada en el piso,
completamente despatarrada y desconcertada, mirando con total lucidez el mundo
desde abajo, pero sin ninguna posibilidad de ponerme de pie. Fue como si me
hubiera quedado sin piernas. No las sentía. Mi cuerpo empezaba directamente en
las caderas.
Desde lo alto,
los dos con los brazos en jarra, el Mono me miraba meneando la cabeza y Toni me
miraba como el malevaje extrañao: sin comprender.
Finalmente,
pudieron reaccionar. Me levantaron y me llevaron en sillita de oro hasta el
Mago II, escoltados por el brasilero, el noruego y el francés.
Qué puedo
decir. Solo que pisco sour… nunca más.
Y… ¿las
centollas? Las comemos en la próxima.
CUARTA: LAS
CENTOLLAS
Regresé del pub
del muelle de Puerto Williams, tres pisco sours adentro, colgada en sillita de
oro con el Mono de un lado y Toni del otro, que así me subieron a bordo del
Mago II y me depositaron en el rincón más alejado de la dinet.
La mesa estaba
puesta para siete personas. Frente a cada lugar, un plato playo y una copa. Ningún
cubierto. Y en el centro de la mesa, mayonesa, limones naturales cortados en
cuatro y varias botellas de vino. Se sentaron conmigo el Mono, Toni, el
brasileño, el noruego y el francés. Y en lo que podríamos considerar la
cabecera, si es que la dinet tuviera cabecera, como si fuera el séptimo
comensal, apoyado en el piso y asomando su altura por encima de la tabla de la
mesa, estaba él: el balde con las centollas cocidas.
Mientras nos
acomodábamos, llegó alien, el octavo comensal: el práctico del
centollero con el que el Mono había hecho su transacción de tetrabrik y
cigarritos por centollas.
El práctico,
que hablaba español pero no pude precisar su nacionalidad, probablemente
chileno de muy al sur, permaneció todo el tiempo de pie junto al balde de
centollas. Sacó de un bolsillo una navaja marinera que mantuvo con la hoja
desplegada en su mano derecha. Empezó entonces una liturgia que repitió una y
otra vez sin ninguna variación, como una suerte de letanía religiosa: tomaba
con la mano izquierda una centolla del balde y, con un solo gesto rápido y
preciso de la mano derecha, le quitaba completamente el caparazón y echaba toda
la carne entera al plato de un comensal. Repetía el ritual plato por plato,
comensal por comensal, en ronda como si estuviera repartiendo las cartas para
el truco. Al final de cada ronda, le tocaba el turno a él, que comía la
centolla directamente de la navaja y de un solo bocado que llenaba su boca y degustaba
con placer.
Nosotros
mirábamos fascinados cada pase de magia que terminaba en una enorme y deliciosa
centolla que, arrojada en nuestro plato, comíamos con la mano. A veces, la
rociábamos con limón. Otras, la mojábamos en la salsa mayonesa. Otras, la
comíamos simplemente así. Y cada centolla ameritaba volver a llenar la copa de
vino.
En esa Babel,
la más meridional de que se tiene conocimiento, fuimos desgranando centollas,
vinos e historias desde que se puso el sol aquel día, hasta que volvió a salir
al día siguiente.
Cuando el balde
estuvo vacío de carne y repleto de costras vacías, los visitantes, incluso el
práctico, se retiraron a sus respectivos barcos, y nosotros nos fuimos a dormir
el sueño de los pipones.
Cuando me
desperté, pasado el mediodía, Toni seguía durmiendo y el Mono ya estaba
trajinando en cubierta, como era su tempranera e inquieta costumbre.
Y como era mi
costumbre, desperdicié un chorro de agua potable en mi paso hacia el baño. Pero
no llegué a desperdiciar el segundo chorro, habitual cada vez que regresaba del
baño, porque esta vez no regresé: ¡es que no me atrevía a salir! Por mucho que
me afanaba, no encontraba solución. No escuchaba a Toni para pedirle ayuda, así
que seguramente todavía seguiría durmiendo, y escuchaba en cambio al Mono
preparando el tardío desayuno en la cabina, todo lo cual aumentaba mi
desesperación. No tenía a quién recurrir y no la podía caretear. Fue pasando el
rato y la cosa seguía igual, y yo me negaba a salir, temiendo que esta vez sí
el Mono me bajara y me dejara varada en Puerto Williams.
Pero, al ver
que me demoraba tanto, el Mono se preocupó y me preguntó si estaba bien. No me
quedó más remedio que tragarme mi orgullo y prepararme para ser objeto de
escarnio y humillación. Tuve que salir del baño y, pálida, casi descompuesta y
con voz temblorosa, blanquear:
-Mono… se tapó.
Justo en ese
momento salió Toni del camarote y alcanzó a escuchar mi confesión. Ubicado a
espaldas del Mono, me hacía gestos abriendo los brazos y me miraba desorbitado,
pensando que había llegado el fin de la travesía para mí, y para él también.
Pero el Mono, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, me dijo con
displicencia:
-Ah, no te
preocupes. Hace rato que está fallando y no tenía ganas de arreglarlo. Ahora me
voy a ocupar.
Toni enseguida
se ofreció a realizar tan indigna tarea, pero el Mono, desmintiendo una vez más
su fama de mal arreado, nos mandó nuevamente a pasear mientras él se ocupaba
con toda paciencia de desarmar íntegramente el WC, cuyo infame contenido
seguramente habrá volcado en el ya mentado balde de color indescriptible en el
que antes había lavado la ropa y luego cocinado las centollas, y que venía
ahora a estrenar una nueva función. Contenido que luego seguramente habrá sido
abono para las algas marinas.
Yo creo que la
culpa fue de las centollas…
QUINTA: EL
POLLO
Venía
enviando a Toni cada una de las torpezas a medida que las escribía. El domingo
29 de diciembre de 2019 terminaba de escribir la quinta, que le estaba por
enviar, cuando supe que, a las 4.30hs, el aventurero corazón de mi Capitán Toni
dejó de latir para siempre. Sean estas líneas mi homenaje a un hombre, a un
marino, que se bebió la vida a grandes tragos.
Soltamos
amarras y nos fuimos alejando de Puerto Williams. Atrás quedaban las casitas de
techos multicolores, las callejas de tierra desiertas, los oscuros almacenes de
grandes mostradores, el pub del puerto cuyo piso recibió el impacto de mi
borrachera, y la inolvidable experiencia de la Babel austral que duró hasta el
alba.
Salvo la
primera singladura después de dejar Ushuaia, que estuvo signada por los willie
waws, las demás navegaciones fueron serenas, con brisas frescas y mar llana,
sol pleno o estrella clara.
Esta no fue la
excepción. Una brisa portante nos empujaba grácilmente hacia nuestro destino
final, la estancia Harberton. Las montañas de picos nevados y verdes laderas nos
veían pasar por el centro del canal, relajados, ahítos de olores y sabores, de
centollas y vinos, de historias y cuentos, de lenguas y acentos, de esa
inefable sensación que oprime el pecho al saber que estamos en el confín de la
Tierra, allí donde pocos se atreven.
En ese estado
místico fuimos transcurriendo el canal hasta llegar a Harberton.
Desde lejos ya
se veía el elegante casco de la estancia, con techos muy rojos, paredes muy
blancas y ventanas muy verdes.
En ese paisaje
tan final, tan silvestre, el parque de césped bien cortado que rodea la
estancia, con sus vallas de madera prolijamente alineadas, sus árboles
estratégicamente dispuestos y sus arbustos en flor, era una sorpresa de
civilización.
Cuando
arribamos, ya estaba anocheciendo. El muelle estaba ocupado, de modo que, en
medio de la oscuridad y el silencio, nos abarloamos a un pesquero que se veía
vacío, por el que pasamos para bajar al muelle.
El contraste
entre la cuidada estancia inglesa y el agreste paisaje que la rodeaba, en ese
momento en que todo parecía suspendido en el tiempo y liberado de las leyes de
la gravedad, generó una sensación perturbadora en esos tres extraños que recién
llegaban de mecerse suavemente en la brisa y en la onda de mar. En la quietud
de la noche, sin habernos puesto de acuerdo, sin hablar ni intercambiar miradas
siquiera, nos quedamos largamente parados en el muelle. Simplemente
contemplando. Simplemente escuchando. Simplemente respirando.
La estancia se
veía iluminada, aunque desierta. Silenciosa e inmóvil. No se percibía vida
adentro ni afuera. Ni personas ni animales. Ni siquiera croaban las ranas. Ni
siquiera cantaban las aves nocturnas.
A la mañana
siguiente iríamos los tres a desayunar a la estancia, a disfrutar de la calidez
de sus maderas, de los aromas de sus panes recién horneados y de los sabores de
sus cafés frescos apenas cortados con un chorro de leche fría.
Luego iríamos a
reconocer la zona, y veríamos con propios ojos los lugares que Lucas Bridges nos
hizo imaginar tan vívidamente en “El Último Confín”, que Toni y yo habíamos
devorado antes de llegar a Ushuaia. Caminaríamos con propios pasos los senderos
que vieron pasar a su padre y a las generaciones que los siguieron. Nos
deslumbraríamos con los esqueletos de inmensos cetáceos del Museo Acatushun.
Nos acurrucaríamos en una choza ona pretendiendo que era nuestra casa para
tratar vanamente de sentir lo que habrían sentido sus habitantes unos siglos
atrás.
Por la tarde, iríamos
a caminar por los bosques de lengas y ñires de la bahía de Imiwaia, en donde
nos envolvería la presencia hipnótica de la soledad.
Volveríamos a
zarpar a la otra mañana para desandar toda nuestra estela por el canal,
volviendo a lamentar, una vez más, la enajenación de esas tres islas que en el
mapa lucen como insignificantes puntos, mínimas pecas en el celeste que
representa el agua pero que, en la geografía, son enormes masas de tierras
fértiles y bellas, estratégicamente enclavadas en el mar como últimos bastiones
del continente americano, plataforma de lanzamiento hacia el continente antártico.
Todo eso
haríamos los tres a partir de la mañana siguiente y hasta el amanecer del segundo
día, en que emprenderíamos el regreso a Ushuaia.
Pero esa primera
noche, quieta y silente, parados en el muelle de Harberton, la vida pasó a
nuestro lado durante un tiempo que no sabría medir, como el agua pasa llevada
por la corriente acariciando los peñascos que permanecen inmóviles en su lugar.
Finalmente, el
Mono, más familiarizado con esa sensación de irrealidad, reaccionó y nos empujó
de regreso al Mago II, muy suavemente, como para no quebrar el hechizo de esa
hora.
Toni y yo nos
sentamos alrededor de la dinet, con las miradas perdidas y en introspección,
elaborando la ilusión que nos regaló la noche.
El Mono, que ya
empezaba a sentir hambre, y viendo que nosotros no seríamos de mucha utilidad,
echó mano a un pollo que había reservado para una ocasión especial. Esta lo
era, sin duda, y el Mono la celebraría con su receta más preciada: pollo al
horno con papas.
Estuvo
trabajando casi una hora para trozar el pollo, pelar las papas y aderezar todo
con mucha dedicación. Una vez que la asadera con su abundante y bien especiada
carga estaba ya adentro del horno encendido, el Mono se puso a la tarea de
limpiar la salamandra de querosene que estaba afirmada justo frente a la
cocinita, y que usaba para calentar la cabina esas noches que se presentaban
bastante frescas.
Parece que se
había tapado y cuando el Mono sacó una pieza para limpiarla, buena parte del
combustible se derramó sobre la sentina entre la estufa y la cocinita.
Cuando el aroma
del pollo especiado se empezó a esparcir por todo el interior del barco, el
Mono me llamó y me pidió ayuda, mientras Toni permanecía absorto en sus
pensamientos, sentado a la dinet.
Acudí y el
Mono, mostrándome las manos empapadas en querosene, me preguntó si me animaba a
dar vuelta el pollo que estaba cocinándose en el horno.
-¡Pst! ¡Por
supuesto!
Cómo no me iba
a animar. Abrí la tapa del hornito y, sin darme tiempo a nada, la asadera se
deslizó sobre la tapa abierta donde quedó trabada, mientras todo su contenido,
pollo, papas, especias y aceites, fue a parar por el impulso… directo a la
sentina.
Miré al Mono
con ojos que se querían salir de las órbitas. El Mono miró su obra de arte
embadurnada con querosene. La Tierra dejó de girar y mi corazón salteó un par
de latidos.
Entonces el
Mono, con sus manos todavía empapadas en querosene y algunos otros fluidos que
habían estado saliendo de la salamandra, tomó la asadera, metió el pollo y las
papas adentro, me preguntó si me molestaba, le dije que no, me dijo que a él
tampoco y que Toni no tenía por qué enterarse, y puso la asadera al horno otra
vez mientras, silbando bajito, se abocaba a terminar con la limpieza de la
salamandra. Y de la sentina.
Esa noche
comimos el pollo más delicioso del que los tres tuvimos memoria, y estrenamos
la nueva receta del Mono, una exquisitez exclusiva que muy pocos hemos tenido
el privilegio de degustar.
Del Pollo a la
Sentina, que así bautizamos la nueva receta, no quedó nada. El Mono y yo
compartimos el secreto con cierta picardía y complicidad. Había escrito inicialmente
que Toni probablemente se enteraría de sus ingredientes al leer estas líneas.
Ahora sé que nunca se enterará…
Ah, la
salamandra finalmente quedó impecable.
Y bueno. ¡Cómo
iba a adivinar yo que la cocina era cardánica!
SEXTA:
LEYENDAS
Esta que les
conté fue una travesía anfibia. Que empezó en un autito sobre el ripio de la 40
Sur y siguió sobre el canal de Beagle en el Mago II.
Que fue un
antes y un después. Una bisagra. Un punto de inflexión. Un hito. Un faro
altísimo y refulgente en la accidentada costa de mi vida.
Y es que el
transcurrir la Patagonia hacia el Sur no es inocuo. La belleza de los paisajes
que se van sucediendo con una diversidad desconcertante. El verdor furioso de
los bosques. La tremenda aridez de la estepa. La sorpresa turquesa de los
lagos. La contundencia azul de los ventisqueros. La soledad inmensa. La
solitaria inmensidad.
Y el Canal. La
ultimidad del Canal. La virginidad del Canal, que concebía sin pecar día tras
día porque no alcanzábamos los pocos que lo surcábamos para desflorarlo.
El Canal. Con
la violencia de sus willie waws. Con la serenidad de su onda marina. Con sus
riberas salvajes y sus pulcros asentamientos.
El Canal que me
acunó a bordo del Mago II y fue testigo de mis torpezas.
El Canal que
marcó a fuego mi recuerdo y lo dividió en dos: antes y después.
La experiencia
fue iniciática y selló en mi espíritu el deseo incontenible de navegar. Y de
explorar. Y de aventurar.
Fue a partir de
esa travesía que empecé a tomarme la vida como Toni, a grandes tragos.
Fue a partir de
entonces que pude darle un mentís definitivo al Valle de Lágrimas: no estamos en
la Tierra para sufrir. Vinimos para gozar.
Regresamos a
Ushuaia desandando nuestra estela, como ya les había contado. Conmovidos por la
extrema vivencia y tristes por la próxima despedida. Adiós al Mono. Adiós al
Mago II. Adiós al Canal.
Sin embargo, la
pierna a Ushuaia no sería la última. Habría aún una etapa más, terrestre esta
vez, de mi travesía anfibia.
Ya en el puerto
de Ushuaia, mientras armábamos nuestros bolsos, el Mono nos preguntó si
pasaríamos por Comodoro Rivadavia en nuestro retorno a casa. Esa era nuestra
idea: retornar por la costa. Entonces nos pidió que lo lleváramos hasta allí.
Era ciertamente
extraño, hasta incómodo debo decir, tener a esos dos lobos de mar a bordo de mi
autito por la ruta 3. Eran sapos de otro pozo. Aunque yo venía de hacer miles
de kilómetros en el coche con Toni, la presencia del Mono denunciaba
irremediablemente la condición marina de ambos, su ajenidad a la tierra. Pero
en fin, que fuimos los tres en el autito hasta Comodoro Rivadavia a donde
llegamos de noche, para variar.
Al día
siguiente, el Mono tenía pensado tomar un micro para ir al Bolsón a visitar a
su hija y nosotros, emprender el regreso para Buenos Aires. Pero como yo no
conocía Comodoro, ambos decidieron postergar los respectivos planes para
mostrarme la ciudad. Yo creo que fue una excusa para demorar la despedida, pero
tal vez sólo sea idea mía…
Y como ya
saben, la ciudad, para los navegantes, se circunscribe al club náutico. Hacia
allí nos dirigimos para que ellos me mostraran la ciudad… digamos.
Afuera, en
exhibición, estaba el Gandul II, el monocasco de hierro con el que Gustavo Díaz
Melogno había cumplido con su heroica, casi suicida, gesta al Cabo de Hornos,
de donde regresaron todos hipotérmicos. Pero vivos.
Entramos al bar
del club. No había nadie.
Estábamos
sentados los tres a una mesa con sendos cafés cuando entró el primer socio. Se
acercó cortésmente para saludar y, sin alcanzar a presentarnos, Toni y el Mono
lo llenaron de preguntas acerca de la situación actual del Gandul II.
Yo había
conocido a Gustavo Díaz Melogno de la mano de Toni, a su paso por Buenos Aires
unos meses atrás. Lo recibí en mi casa donde charlaban ellos sobre el proyecto
de Toni de lanzar la regata Buenos Aires-Cape Town.
Recién en este
bar en Comodoro Rivadavia supe quién era Gustavo, los quilates de ese hombre
que había ido al Cabo de Hornos, a la Antártida, había cruzado el Atlántico en
una epopeya mítica, y ahora estaba planeando salir a navegar con su familia para
siempre.
Una semana
después, pasaríamos con Toni por Puerto Madryn donde estaría justamente Gustavo
con la que entonces era su esposa, Ofelia, construyendo en la playa su nuevo
Gandul, un catamarán con el que tenían la intención de dar la vuelta al mundo
en familia. Yo lo vería, ahora sí, con la emoción de estar en presencia de un
héroe de la navegación a vela, de un único, un irrepetible, a la luz de lo que
había surgido de esa charla de café en Comodoro Rivadavia y a la vista de lo
que era el Gandul II, esa metálica cascarita de nuez sin siquiera revestimiento
interior aislante, que se había bancado las más bajas temperaturas y las más
altas olas del planeta.
Pero ahora
seguimos en el bar del club. Después de estar conversando cerca de media hora
del Gandul II y otras marinerías, el hombre de Comodoro comentó que necesitaba
ir a Buenos Aires para aprovisionarse de algunos artículos náuticos que en
Comodoro no se conseguían y pidió consejo sobre dónde encontrarlas. Toni, que
siempre era muy dispuesto, le ofreció asistirlo cuando fuera la ocasión, lo que
el comodorense aceptó muy agradecido. Toni entonces escribió en un papelito su
nombre y teléfono y se lo pasó al hombre.
En el momento
en que el hombre leyó el papelito, tuve una clara demostración de lo que
significa “metamorfosis”. Ni Kafka logró expresarla con mayor precisión. Su
cara se transformó completamente. Miró el papelito, luego miró a Toni, volvió a
mirar el papelito y volvió a mirar a Toni y luego de repetir esto varias veces,
logró articular palabra.
-¿Vos sos Toni
López? ¿”EL” Toni López?
“EL” Toni López
encogió los hombros en gesto de: “Y yo qué sé”.
El comodorense
le preguntó entonces, con el asombro saliendo a borbotones de su boca a cada
pregunta, si él era el que había ido a Malvinas, si él era el que escribía en
Bienvenido a Bordo, si él era el de las 500 Millas. Toni asentía y el hombre
finalmente explotó:
-¡Entonces vos SOS
“EL” Toni López!
La situación se
puso francamente rara. El hombre lo miraba como hipnotizado mientras su
mandíbula inferior totalmente vencida dejaba caer un hilillo de baba que se
deslizaba vergonzante por su mentón.
Toni balbuceaba
algunas tonteras como para salir del paso. Que lo llamara cuando fuera a Buenos
Aires, que tenía un amigo que vendía los repuestos que él necesitaba, que le
avisara antes de ir así lo esperaba.
El Mono miraba
la escena con gesto divertido, recostado contra el respaldo de la silla gozando
de la incomodidad en la que el hombre había colocado a Toni, que no se ponía
colorado de puro moreno que era nomás, pero que ya estaba mirando alrededor
buscando vías de escape.
Finalmente, el
comodorense reaccionó. Cerró la boca, se limpió la baba, y dirigió su mirada
todavía alucinada hacia el Mono.
-Y vos, ¿tenés
barco?- le preguntó en tono casi condescendiente, como tratando cortésmente de
no dejarlo afuera de la charla.
Ante el gesto
afirmativo del Mono, siguió: -¿Cómo se llama?
-Mago II-, dijo
el Mono con humildad.
-¡Mago II!-
gritó el hombre. -Mago II, ¿el de Ushuaia? Entonces… ¡vos sos EL Mono Damilano!
En ese momento,
entró en el bar otro hombre. Nuestro comodorense se levantó como un resorte, interceptó
al recién llegado en la puerta y, en voz que no lograba ser baja, susurró:
-¡Estoy en esa
mesa con Toni López y el Mono Damilano!
Me precio de
tener cierta facilidad para las descripciones literarias. Pero en este caso
debo confesar que me falla el diccionario, porque no encuentro palabras para
describir la emoción descontrolada de nuestro hombre al contarle al otro con
quiénes estaba sentado, y la emoción descontrolada del recién llegado cuando
dejó al otro plantado allí y se lanzó literalmente hacia nuestra mesa a conocer
a los ilustres parroquianos.
Lo que siguió
después fue un enchastre de babas, mandíbulas caídas, ojos desorbitados,
palabras elogiosas, preguntas excitadas, y un Toni y un Mono que me lanzaban desesperados
pedidos de auxilio con la mirada. Pedidos que, por supuesto, no atendí.
¡Es que yo
también estaba desbordada!
Porque recién
este casual encuentro con los socios del club náutico de Comodoro Rivadavia me
había hecho caer en la cuenta de la verdadera eslora en flotación de estos dos
hombres con los que había compartido tantas singladuras.
De pronto, Toni
y el Mono, a quienes les iba conociendo yo las alegrías y las miserias, las
virtudes y los defectos, las buenas y las malas, las finezas y las
procacidades, estos dos queridos aunque para mí simples hombres que habían ya
echado raíces definitivas en mi historia y en mi corazón, eran ni más ni menos
que dos leyendas vivientes de la náutica nacional.
Así que,
amigos, este fue mi último pero, a la vez, mi mayor desatino en este anfibio
rosario de torpezas: kilómetros y millas recorridos en la total ignorancia de lo
que mis compañeros de ruta representaban para los navegantes de nuestro Río de
la Plata y de nuestra costa Atlántica.
De más está
decir que el Mono no se tomó el micro al Bolsón ni nosotros regresamos a Buenos
Aires directo por la ruta 3.
Nos fuimos los
tres en el autito al Bolsón a ver a su familia, que nos recibió con un
corderito asándose en la montaña.
Una cabalgata,
también anfibia, selló la travesía. A lomo de yegua recorrí los cerros y crucé
el río Azul, tan crecido que el agua me llegaba hasta las rodillas, pero la
potra se afirmaba en el fondo piedra a piedra empujando con el pecho la
corriente en contra hasta que alcanzamos la otra orilla.
Esta fue la
yapa de mi travesía que fue anfibia y, ahora puedo decirlo con conocimiento de
causa, legendaria. Una travesía que compartí con próceres de la náutica
nacional.
Debo esta
experiencia a la generosidad y grandeza de Alejando Damilano, el querido Mono,
que compartió conmigo, una desconocida, sus mejores tesoros.
Y debo también
esta experiencia, y otras muchas, al espíritu libertario y transgresor, siempre
al borde de todas las cornisas, de quien en vida fuera el Capitán de mi
Aventura: Juan Antonio Franklin López. O, simplemente, Toni.
Sea para ellos
este, mi humilde reconocimiento, y vuele a su encuentro mi eterno cariño sobre
las alas de estas líneas.
FIN