Cuento de G. que quiere permanecer anónimo
-1-
El hombre se detuvo bajo la lluvia al borde de la vereda. Noche de perros, nadie en la calle, o por lo menos, nadie que él viera; y en realidad no notaba a nadie ni a nada, toda su atención centrada en el agua que corría tumultuosamente por el borde de la acera.
Allí, un pequeño botecito con una gran vela cangreja se desplazaba velozmente. Era poco más que un trozo de caña hueca cortada horizontalmente al medio, con un trozo de madera por palo y algo semejante a un escarbadientes como pico de la vela.
Saltaba sobre las aguas que corrían frenéticas en la cuesta abajo que hace la avenida Santa Fe, llegando a su cruce con Paraná.
El barquichuelo volcaba por la fuerza del viento y el agua, pero con un estremecimiento volvía a adrizarse y continuar su carrera. Cada tanto un obstáculo cerraba su camino: una piedra del fondo desparejo que formaba un enloquecido rápido en el agua, una basura que impedía el paso. Una voltereta, un brinco, una tumbada y, de inmediato, nuevamente la vela llena y en carrera, todo a una velocidad increíble.
“¿Qué pasará cuando llegue a Paraná y se termine la barranca?”. La sombra al borde de la vereda caminaba a grandes zancadas para mantenerse a la par del objeto que centraba toda su atención. No es que le preocupara, en realidad no sabía qué estaba haciendo allí ni se había puesto a pensarlo.
“¿Se detendrá? ¿Se hundirá? ¿Desaparecerá?” Las preguntas surgían como si otro las estuviera haciendo, pero allí no había absolutamente nadie ni nada más.
Siempre veloz, con cabriolas inconcebibles, el juguete que posiblemente algún niño descuidado había dejado en un jardín, llegó a la esquina fatal…
Boquiabierto, vió como aparecía otra pequeña navecilla y se ponía a la par de la anterior, que trataba afanosamente de encontrar de nuevo su camino en aguas repentinamente más calmas.
La recién arribada era tanto o más pequeña que la anterior, pero aún más ágil. Quizás sus formas más bellas, y que no tuviera vela alguna, le permitían navegar mejor las aguas revueltas de la lluvia.
“¿Y ahora qué hace?” Si bien era algo totalmente asombroso, para el observador no fue nada excepcional que ambos barquitos doblaran la esquina, y empezaran a navegar contra las aguas que, desde la Panamericana, se dirigían velozmente hacia el río, todo el camino cuesta abajo.
Pero ahora no era uno solo sino dos, y la última navecilla era algo realmente increíble, algo fuera de este mundo. Avanzaba velozmente, adelantándose a su compañero que aún portaba su vela y cuando algún objeto o peligro se presentaba en las torrentosas aguas, rápidamente se ponía delante para indicarle al otro por dónde debía pasar con seguridad…
De pronto, una mano anónima que pareció surgir de la oscuridad, aferró la navecilla guía y la arrojó a un costado de la vereda, donde quedó tirada, inutilizada. Su compañero, perdida toda guía, daba vueltas pegando su proa contra el cordón de la vereda, una y otra vez, hasta que con un asombroso salto, consiguió rebasar el cordón de la vereda y caer cerca de su compañera. Allí yacen los dos, terminada la magia que los había hecho tan atrayentes, tan especiales. No podía ser posible, pero la congoja y desesperación impotente era algo perfectamente perceptibles, casi algo sólido que golpeó al observador en las sombras.
Las luces de la calle Paraná se hacían más intensas, casi encegueciendo al hombre que contemplaba, cuando con un batir de blancas alas la navecilla toma a su protegido y lo lleva por el aire …
-2-
El sol había hecho su aparición por el este, ahuyentando la oscuridad de la noche.
Victor Kursin, aún medio dormido, se removió tratando de alejar la luz de su rostro.
Pero no había caso, era pelear una batalla perdida de antemano. Aunque pudiera arrebujarse en las mantas, ocultando su rostro para recuperar algo de la oscuridad cómplice que la luz había hecho huir, sabía perfectamente que no iba a poder pegar más un ojo.
El extraño sueño que había tenido, y del que recordaba vívidamente cada detalle, no era para él tan estrafalario.
Permaneció recostado boca arriba, mientras los recuerdos acudían a su mente como imágenes que se iban sucediendo una tras otra, sin interrupción y sin pausa.
Había tenido una niñez feliz, al norte del Gran Buenos Aires. Su madre trabajando en lo que pudiese para mantenerlo, su padre… No, nunca había conocido a su padre que los había abandonado al poco de su nacimiento. Pero bueno, había tenido muchos amigos con los que había pasado grandes momentos. Si bien nunca había sido un alumno brillante, había terminado la escuela primaria sin grandes esfuerzos. Luego vino la mudanza, que lo alejó de todo lo conocido y hubo de comenzar de nuevo. Nuevas amistades, colegio secundario nuevo, su mundo se había vuelto algo más complicado y en él no había cabida para los niños del barrio de la infancia. Nunca hizo verdaderos amigos en los años de la secundaria, tampoco sobresalió como estudiante. Solo era correcto, educado y cortés con todos. Al cabo de cinco años tenía bajo el brazo el diploma de “Bachiller”, en la mejilla un beso de su orgullosa madre y por delante un incierto porvenir.
Puesto que había que elegir profesión, se decidió por la contabilidad, sólo porque tenía facilidad y memoria para los números, y porque la facultad de Ciencias Económicas quedaba cerca de su domicilio, con lo que podría ahorrarse el dinero del viaje. Antes de terminar el primer año, su madre había enfermado, “ectomoplastosis”, o algo tan impronunciable como esto, dijeron los médicos; que también dijeron que había sido detectado a tiempo para su tratamiento. Sin embargo, ella había fallecido antes de transcurridos dos meses.
Después de esto, la vida de Victor había sido un continuo ir y venir, todo había pasado a ser nada más que una lucha por sobrevivir. Pasó de un trabajo a otro: lavacopas, mozo, pintor de brocha gorda, taxista, etc. Los estudios continuaron, pero sólo consiguió recibirse tras doce años de peregrinaje por todas las materias y sus correspondientes mesas examinadoras. Sus recuerdos de esos años eran tan sólo algo vago, sin precisión de fechas, sin momentos felices ni demasiado aciagos, sólo “habían pasado”. A los 28 años, y debido a sus estudios ya avanzados de Economía, había conseguido trabajo en una consultora especializada en asesorar a grandes corporaciones sobre cómo evadir mejor sus obligaciones impositivas. Ya con su diploma universitario, sumado a su natural habilidad con las matemáticas, fue ascendido a gerente de cuentas y pudo disfrutar, por primera vez en su vida, de algunas de las ventajas de tener dinero en el bolsillo.
Fue entonces cuando un amigo le presentó a Ximena, “A ver si entre huérfanos se entienden”, y sin saberlo, cambió su existencia para siempre. La vida había vuelto a Victor una persona parca, de pocas palabras, de risa difícil, alguien que, por los golpes recibidos, era usualmente catalogado como curtido en el arte de sobrevivir, un hombre que había superado todos los obstáculos con gran esfuerzo pero perdido la alegría en el camino. Y Ximena era como una liebre que corretea libremente por los campos, plena de vida, la sonrisa siempre rampante en su rostro agraciado de grandes ojos verdes enmarcado por rebeldes rulos rubios.
Xicu, como Victor la llamaba, le marcaba el camino a seguir, calmaba su cansancio con un beso en la frente y unas palabras susurradas en el oído.
Se casaron al cabo de dos meses, sólo por civil, con unos pocos amigos como invitados pues ninguno de los novios tenía familia. Desde entonces, Victor disfrutó, por vez primera en muchos años, de tener un hogar. Fue por insistencia de Xicu que renunció a la consultora: “Allí solo te consumirás viendo cómo se te pasa la vida… Haz con ella lo que desees, disfrútala que es una sola…”.
Comenzó entonces a hacer lo que más le gustaba: Enseñar matemáticas. Consiguió unas cátedras en un colegio secundario cercano a su domicilio y era feliz explicando a sus alumnos, en términos que pudieran entender, el maravilloso milagro de los números. Les contaba cómo todo lo que nos rodea puede ser representado con distintas fórmulas y ecuaciones. Una vez, sin que sus alumnos siquiera se diesen cuenta, les había explicado con ejemplos sencillos la Teoría de la Relatividad de Einstein… Y les había gustado… Claro que hasta que les dijo de qué se trataba, y que el próximo examen sería sobre este tema...
Pasaron casi dos años. La vida de Victor transcurría tranquila, sin grandes sobresaltos, aunque con algún que otro problema de dinero, que nunca alcanzaba. En esos momentos, su mujer (él siempre decía que nunca sería su “esposa”, que ella era mucho más que eso, que era su “MUJER”), hacía unas artesanías que vendía entre sus amistades y el problema se resolvía. Nada faltaba en la vida del hombre, hasta había comenzado a compartir con su compañera lo que a ella le apasionaba: Navegar a Vela.
Al volver una tarde de sus clases, encontró ante la puerta de su casa a un agente uniformado:
- “¿El señor Victor Kursin?”
- “Sí, oficial, ¿En qué puedo servirle?”
- “Por favor, acompáñeme al hospital Pirovano. Su esposa ha tenido un accidente y lo necesita.”
La tierra pareció abrirse bajo los pies de Victor. De pronto el soleado día de primavera se había vuelto sombrío y todo a su alrededor pareció desaparecer tras un velo.
Mientras se dirigían hacia el hospital, el agente le informó que esa tarde, cuando ella salía del banco y cruzaba la avenida Cabildo en un semáforo, un conductor en estado de ebriedad había estrellado su vehículo contra una camioneta parada por la luz roja, y esta última había atropellado a la señora.
Xicu estaba internada en grave estado, aún consciente, pero dopada por los sedantes. Victor se aproximó a su lado como un autómata, totalmente frío por dentro, como si él no estuviera allí sino en un sitio muy lejano. Le aferró la mano y se la llevó a los labios. Ella se esforzaba por decirle algo, así que aproximó el oído a la boca de ella que sólo dijo:
- “Ahora podrás hacer realidad cualquier sueño…. Siempre te amaré y estaré contigo…”
La mano que aferraba Victor se hizo flácida. Volvió sus ojos al rostro de su mujer y llegó a divisar un esbozo de sonrisa ¿sonrisa cómplice? Imposible, pero así le pareció.
Los días siguientes pasaron como un torbellino de eventos que no parecían tener nada que ver con él: el velatorio, el entierro, la firma de miles de papeles que no sabía ni qué eran, los amigos saludando, las condolencias de las autoridades, profesores y alumnos de la facultad.
Pasaron dos semanas hasta que tomó real conciencia de que Xicu no estaba más allí, que nunca más lo estaría… Fue cuando sonó el portero eléctrico y una persona que dijo llamarse “Dr. Buren, del estudio Archey” solicitó pasar a verlo.
Fue este “Buren” quien le dijo que debía pasar por el estudio a firmar unos papeles para poder empezar a cobrar el fideicomiso.
- ¿De qué fideicomiso me está hablando?
- ¿Es que no lo sabe? Disculpe, pensé que la señora Scolla le habría dicho. La última vez que pasó por las oficinas, nos dijo que entre ustedes no había secretos…
La “señora Scolla”, terminó contando el Dr. Buren, era depositaria de un fideicomiso, que su estudio administraba.
- ¿Pero de qué me está hablando? - Exclama Victor en el colmo del asombro ante la cifra, absurda, que menciona el otro - ¿Es que pretende burlarse de mí?.
- Le pido perdón, nuevamente, pero no. El dinero le había sido heredado por su padre, del cual hacía años que la señora estaba distanciada.
Y no - No sabía por qué era que estaban distanciados, sólo que hasta hacía algo más de un año y medio atrás, la señora nunca había querido recibir ni un solo centavo de su herencia. Los beneficios que anualmente el estudio obtenía de las inversiones que hacía con este dinero, ya descontada su comisión, y siguiendo instrucciones de la señora se empleaban para mantener un importante número de comedores y salas de atención médica para niños carenciados. Desde hacía un tiempo, de tanto en tanto, traía al estudio unas hermosas artesanías que ella misma elaboraba y que regalaba a cuantos quisieran una, y retiraba algunos pocos pesos de sus fondos.
Como fuese, una vez firmados los papeles de la transferencia de titularidad, Victor signó la autorización para que los fondos se siguieran manejando de igual manera que hasta el momento.
Antes de despedirse, le entregaron un sobre que contenía una carta para él. En ella, Ximena le pedía disculpas por haberle ocultado lo del fideicomiso. Todavía sin poder salir del asombro, releyó por tercera vez:
“… Mi padre hizo una fortuna con el comercio de armas y el contrabando de animales. Yo tenía 22 años cuando partió de Buenos Aires sin despedirse, dejándome sólo lo necesario para mantenerme y continuar mis estudios. Al año siguiente me enteré del origen de su dinero, y supe que cada vez que lo tocaba me ensuciaba las manos. Nunca más quise tener nada que ver con él, dejé los estudios y empecé a trabajar. Cuando mi padre falleció y no pude ya desentenderme de su herencia, invertí cada centavo que recibía en tratar de hacer tanto bien como él había hecho mal.”
-3-
Bueno, basta de recuerdos… Hora de levantarse, desayunar y ver cómo andaba todo.
Apartó las cobijas y se levantó de la cucheta. Calentó agua para unos mates amargos que acompañó con unas galletas, y salió a cubierta por la escotilla para echar un vistazo al horizonte.
El “XICU”, un sólido velero de dos mástiles que había adquirido con el producto de la venta de sus bienes, en especial la casa en que viviera los últimos años y donde los recuerdos de su mujer lo agobiaban, se desplazaba suavemente por un mar de grandes ondas de color azul profundo, las blancas velas henchidas de viento semejaban grandes alas de un ave en vuelo.
Hacía más de un año que había zarpado, solo, sin despedidas, no dejando nada a su popa, buscando dejar detrás el dolor. Había navegado por el Atlántico, el Caribe y ahora nuevamente el Atlántico, siempre en busca de lo que se ocultaba más allá del horizonte. Conoció las calmas de la zona ecuatorial y las borrascas del Caribe. Los últimos días habían sido realmente duros, con olas inmensas que llegaban como trenes y el viento aullando en la jarcia. Pero ahora el sol brillaba sobre el horizonte, las nubes se habían disipado y el mar, si bien aún con grandes ondas, lamía suavemente las bandas del barco llevado a buen ritmo por un timón automático.
Se preguntaba hacia dónde lo llevarían el viento y las mareas… Por el compás, sabía que se dirigía al este – Hacia algún punto entre España y el noroeste de Africa, supongo – No importaba, no tenía planes para ningún destino en particular. Además, sabía que XICU lo llevaría al destino que quisiese, sin importar cuál fuera éste.
Mirando hacia popa la estela dejada por la nave, volvía a su memoria la última frase de su mujer:
- “Ahora podrás hacer realidad cualquier sueño”
Y, mientras ajustaba las velas, el viento soplando entre la jarcia agregaba:
- “Siempre te amaré y estaré contigo”
Mentalmente, tomó nota que se había equivocado al escribir en su diario que navegaba solo…
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