Fuente Clarín 13/04/08
Ancho como un mar y bajo como una charca, el Río de la Plata exige gran destreza al tráfico global de mercancías. El escritor Carlos María Domínguez, gran conocedor de sus trampas, cuenta de sus naufragios y personajes un poco farsescos, y de los pormenores de un raro oficio, el de los "prácticos" que acomodan los grandes buques con los ojos cerrados.
Tomamos de la góndola del supermercado atún tailandés, papas chips norteamericanas o herramientas chinas con la naturalidad de quien ejerce un derecho, desentendidos de que llegan en barcos con banderas y tripulaciones del mundo entero. Antes que una discusión, la globalización ha sido una revolución en las bodegas y calados de los buques. Sin el diseño y la ingeniería de los grandes porta contenedores no habría sido rentable el comercio de productos fabricados en un extremo del planeta y vendidos en otro. Lo saben los marinos y en un grado lo lamentan: durante siglos navegar implicó conocer el mundo. Hace veinte años descargar un buque podía demorar una semana. Los marineros bebían en los dancings de la calle 25 de Mayo, tenían "una novia en cada puerto" y un asombro en los ojos. Ahora la estiba está diseñada por computadoras, los barcos tardan pocas horas en pasar su carga a las grúas, con lo que ahorran altísimos costos de puerto y las tripulaciones se redujeron a un tercio. Recorren el mundo de un océano al otro pero sus hombres ya no bajan a tierra. Han quedado atrapados en el mar.
La revolución que cambió la aventura marina es la cara de acero, áspera, real, de las operaciones que se realizan en los navegadores de Internet. Pero con haber progresado de un modo extraordinario, ingresar y sacar un barco en el Río de la Plata ha sido siempre un problema. Los marinos lo llaman "el infierno de los navegantes" y los accidentes lo confirman. Es que con ser el más ancho del mundo y el tercero más caudaloso, luego del Amazonas y el Congo, el Río de la Plata es también un espejismo. Lo asedian el Sudeste y el Pampero, pero no sería peligroso si no tuviera dos mareas y los canales de navegación tan estrechos que en muchos tramos dos buques no pueden cruzarse al mismo tiempo. Aunque presenta la apariencia de un mar, es tan bajo que los geólogos prefieren pensarlo como un delta con una porción sumergida.
De hecho, aseguran que en cuatrocientos años la sedimentación del Paraná y el Uruguay acabará por dejar entre Buenos Aires y Colonia un lecho angosto y profundo por donde drenar las aguas. El Delta avanza doscientos diecinueve metros cuadrados por año y a la altura de Buenos Aires el río no tiene más de dos metros de profundidad.
Un enorme banco de limo, llamado Playa Honda, cruza el río entre Buenos Aires y Colonia, y ya supera los nueve metros de sedimentos. Más al sur, el banco Ortiz crece en forma continua, y si a ellos le sumamos el temido banco Inglés, a pocas millas de Montevideo, no es difícil comprender por qué este falso mar se ha cobrado más de medio millar de naufragios ni por qué el trabajo de los prácticos se ha vuelto tan indispensable al comercio marítimo.
Los prácticos son capitanes que han recorrido el mundo y por estar cerca de casa regresaron a trabajar en el Río de la Plata. Abordan los barcos en la boca del estuario, a la altura de Montevideo, y los conducen por los canales hasta dejarlos amarrados a una dársena con la delicadeza de un artesano que engarza un diamante. Solo que el diamante pesa miles de toneladas. El armador no quiere que el casco se golpee, tampoco el capitán, ni la compañía de seguros, ni la agencia marítima que despachó el flete, ni las autoridades de puerto, pero desde los orígenes del comercio los hombres van detrás de la ventaja y llevan al límite la capacidad de carga, que es también la del calado. Cuando unos pocos centímetros bajo la línea de flotación representan fortunas, las presiones se multiplican sobre estos hombres que deben decidir entre lo posible y lo imposible en un río que a menudo se queda sin agua.
Una guerra en el agua
Cuando un buque encalla queda a merced de la inclemencia, como si la naturaleza hubiese aguardado la oportunidad de cobrarse su audacia con una abrumadora burla. Los vientos, el oleaje, las sales, pueden tumbar un barco y deshacerlo lenta o salvajemente, por grande que sea. Más grande y pesado el buque, más difícil y costoso librarlo de su trampa.
Lo supo por aquí, antes que nadie, el genovés León Pancaldo, que en abril de 1538 entró al Río de la Plata con su nave repleta de mercaderías para vender en El Callao, Perú, una vez que cruzara el estrecho de Magallanes. Buscaba Buenos Aires y la halló de muy mala manera. Encalló al entrar al primitivo fondeadero y debió vender sus mercancías a los insolventes pobladores, que prometieron pagarle cuando hallaran el oro y la plata que esperaban descubrir. Poco después la aldea fue arrasada por la indiada y Pancaldo siguió a sus deudores en su larga fuga a la ciudad de Asunción, donde murió sin llegar a cobrar un peso.
Desde entonces los prácticos se hicieron tan imprescindibles que aun en guerra con Portugal, para ingresar al Río de la Plata los españoles confiaron sus barcos a prácticos portugueses. Si durante la Conquista la profesión estuvo en manos de portugueses, en la Colonia fue notoria una mayoría de marinos ingleses y la Independencia inauguró el turno de los italianos. Hacia 1816 los armadores europeos elevaron los costos de sus fletes al Río de la Plata y los aseguradores cobraban primas más altas por ingresar al río que por cruzar el Atlántico. Pero una paradoja sumó no pocos conflictos. El mejor puerto natural quedó en la Banda Oriental, coronado por el cerro de Montevideo, aunque la gran ciudad se construyó al Oeste, donde no hubo puerto alguno hasta la recuperación del Riachuelo en 1878 y la construcción de las cuatro dársenas de Puerto Madero en 1892, hace poco más de cien años.
Montevideo y Buenos Aires compitieron por la hegemonía del río y, bajo una burocracia más decorosa, los puertos lo hacen todavía. Durante muchos años los prácticos argentinos corrieron en desventaja porque los uruguayos llegaban a los barcos primero, los conducían a Buenos Aires y de regreso pilotaban otro hasta Montevideo, con lo que lograron trasladar hasta el noventa por ciento de los buques que entraban y salían del estuario.
La tensión llegó a su extremo en la noche del 24 de agosto de 1857, cuando en medio de una carrera por llegar a un barco que pilotear, el crucero argentino "Silph" y el "John Davidson", de los uruguayos, chocaron en las inmediaciones de Punta Brava y el "Silph" se fue a pique con la vida de un marinero. Los sobrevivientes acusaron a los uruguayos de haberlos embestido deliberadamente, varios prácticos fueron arrestados, intervinieron las cancillerías, hubo juicios y finalmente los acusados quedaron absueltos.
La competencia rebajó las tarifas de pilotaje a condiciones miserables y volvió a producir accidentes, como el del argentino "Veloz" y el oriental "General Prim", que colisionaron en agosto de 1863 en una carrera por alcanzar a la fragata francesa "Saint Pierre". El capitán León Gutiérrez relató que mientras dos cúter perseguían a un buque disputándose el pilotaje, un práctico se tomó del cordel de la corredera del buque asediado, fue arrancado de su embarcación y arrastrado al agua, pero el hombre no largó la cuerda. Se mantuvo aferrado pese a las llagas que la soga le producía en las manos hasta que por compasión, el capitán del buque lo embarcó y le concedió el pilotaje.
Si alcanzar un barco era una dificultad, bajarse podía ser una pesadilla. El práctico Henry Parks salió el 31 de enero de 1850 de Buenos Aires conduciendo la barca británica "Brazilian", al llegar en la noche al pontón de Punta Indio (barco fondeado para la estación de prácticos), encontró las luces apagadas y el capitán se negó a esperar al día siguiente para bajarlo. Siguió su rumbo a Bahía de San Salvador y recién en Cabo Frío pudo Parks trasbordar a una barca francesa que lo trajo de regreso. En todo caso, tuvo mejor suerte que su colega Antonio Labrador, quien salió de Buenos Aires el 11 de junio de 1858 piloteando el buque francés "Polidor" con la idea de bajarse en Montevideo y regresó ocho meses más tarde, desde el puerto de Marsella. Pero Labrador pudo no envidiar la suerte de Juan Frazer, que apenas embarcó en la goleta inglesa "Restless" el 19 de marzo de 1866, mientras levantaban anclas, fue atacado por el primer oficial de abordo con una barra. El oficial le gritaba que si subía al castillo de mando lo mataría y el segundo oficial alentaba a su compañero a que le pegara una patada en la cabeza. Cuando llegó hasta el capitán, acosado por los oficiales, no consiguió arrancarle más que una burlona sonrisa y ligarse cuatro trompadas del segundo oficial. Al pasar por el pontón Punta Indio pidió auxilio a los gritos y consiguió desembarcar del desquiciado buque, tras abandonar su equipaje a la embriagada tripulación del "Restless".
La naturaleza y los negocios
Subir a pilotear un barco nunca garantizó qué clase de humanidad transporta. Hasta el día de hoy, los prácticos abordan por escalas de gato, como los antiguos piratas, a menudo lo hacen en la noche y no saben a quiénes tendrán alrededor hasta que no los alumbren con su linterna porque el puente de mando viaja a oscuras para poder ver hacia fuera. "Normalmente uno alumbra para verle la cara al capitán, lo saluda y empieza a dar los rumbos al timonel" —me dijo el práctico uruguayo Sergio Elena, sobrino y yerno del escritor Felisberto Hernández. Una vez tuve que llevar un barco noruego a Buenos Aires y cuando trepé a bordo, sobre el Canal del Indio, se me apareció el capitán, bien ebrio, y me dijo: "Práctico, la seguridad primero"...... y no lo vi nunca más.
"Otra vez tuve un episodio raro en un barco ruso -sigue Sergio Elena-. Entenderse con los rusos no es sencillo porque casi nunca hablan una palabra de inglés. Hay que recurrir a las señas. Era un pesquero de poco calado, de modo que no había muchas dificultades, pero yo estaba en el puente, mirando hacia proa, cuando detrás de mí sentí un escándalo. Apareció un oficial y le pegó una trompada al timonel. Obviamente, el timonel dejó el puesto y se agarraron a los golpes. Al minuto, el barco navegaba para cualquier lado, tuve que tomar el timón y hacerme cargo mientras volaban los golpes alrededor. Cuando los separaron, nuevamente uno se quedó en el timón y seguimos viaje. Pero al rato, cuando estábamos frente a Buenos Aires, el timonel le volvió a pegar al oficial. De nuevo tuve que tomar el timón y entrar al puerto mientras aquellos rusos seguían matándose a golpes en el puente".
A las azarosas tensiones de la tripulación, los prácticos suelen sumar un considerable número de dificultades. Los canales de navegación deben ser permanentemente dragados, a menudo los veriles se derrumban y las variaciones meteorológicas dejan el río sin agua, de modo que si después de una sudestada se divisa una larga hilera de barcos camino al mar, es porque han estado esperando la marea y deben salir rápido, antes de que el estuario vuelva a vaciarse. Cuando el Paraná y el Uruguay drenan lluvias, el agua se mantiene por varios días.
A lo largo de su historia los prácticos han variado la forma de su contratación. Como en la mayoría de los puertos del mundo, los uruguayos mantienen un sistema de turnos rotativos que impide la libre contratación por parte de las empresas navieras. El importe de las tarifas va a una bolsa común que se reparte entre sus miembros. Cobran bien pero la dedicación es completa, las 24 horas de todos los días del año. Argentina tuvo un sistema similar hasta que se liberó el servicio a la libre competencia, incluso contra el criterio que rige en los Estados Unidos.
En cierta medida, el práctico decide cuánta carga puede llevar un buque, de acuerdo a un calado que no presente riesgos. Literalmente, va montado sobre una montaña de dinero y el sentido común indica que debería decidir sin presiones entre los dos bancos que tiene enfrente, uno de capital y otro de lodo. Pero cuando la naturaleza y los negocios compiten, el sentido común suele ser el menos común de los sentidos.
En la mañana del 20 de agosto de 2006 cuatro prácticos uruguayos salieron del puerto de Nueva Palmira con dos buques graneleros cargados de soja. Viajaron con temporal. Al caer la noche los desembarcaron en el kilómetro 239 del canal Punta Indio, a treinta millas de la costa, soplando vientos de 75 kilómetros por hora. Normalmente hubiesen desembarcado en la rada de Montevideo, a solo cinco millas de la ciudad, pero "el dinero es el que manda" y de ese modo los buques quedaron mejor posicionados para ganar mar abierto. Poco después de recogerlos, la lancha de prácticos que los llevaba a puerto naufragó a escasos 750 metros de la costa. Con los salvavidas puestos, los marinos quedaron aferrados a la proa que aún se mantenía a flote. Sabían que la lucha sería contra el aturdimiento, la fatiga y la hipotermia. Convenía que se mantuvieran unidos, pero el golpe de las olas, el viento y el frío los fueron venciendo hasta arrancar a los capitanes Martín Sorachi, Ariel Baños y Alexis Egorov, de la borda a la que se aferraban sus compañeros.
Una hora es un tiempo vacío y arbitrario. Breve para el amor, costoso para un barco, excesivo en aguas invernales, donde el cuerpo pierde temperatura veinticinco veces más rápido que en tierra. Es lo que demoró en llegar el rescate. Hallaron a Egorov a la deriva, dos millas mar adentro, aún vivo. Sorachi y Baños derivaron dieciocho kilómetros hacia el Este, donde fueron encontrados sus cuerpos sin vida en la mañana siguiente. Pocos días más tarde falleció Egorov en el sanatorio donde había sido internado.
La muerte de los tres capitanes fue la peor tragedia sufrida por los prácticos uruguayos en muchos años e iluminó con un destello la escena de acero del comercio. Una escena de grúas y aparejos gigantes, correntadas, grandes cabos de amarre y hombres templados cuyas voces se roba el mar en los espacios abiertos.
Autor: Carlos M. Domínguez.
Nacido en Buenos Aires, vive en Montevideo desde 1989. Es autor de cuentos y numerosas novelas, entre ellas Pozo de Vargas, La mujer hablada y Tres muescas en mi carabina —las dos últimas, en Alfaguara; recibió por ellas los premios Bartolomé Hidalgo y Juan C. Onetti. También es autor de El bastardo, una vibrante biografía novelada del poeta y anarquista Roberto de las Carreras. Publicó además libros de investigación.
4 comentarios:
Justo homenaje a tantos héroes olvidados
Así es. Cumplen una misión que vale la pena resaltar.
Hermoso! Historia y arte de navegar conjugados con maestría
muy buena lectura
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