DONDE ESTA?

BUSCANDO AL FOURNIER - por Juan Carlos Sidders


CUANDO BUSCABAMOS AL “FOURNIER”

Folletín Náutico en Cinco Entregas

Por el Capitán de Navío Juan Carlos Sidders


PRIMERA ENTREGA

Hoy, casi treinta años después de lo sucedido, tengo circunstancialmente ante mí el Diario de Navegación del Rastreador “SPIRO”, escrito durante la búsqueda del “FOURNIER” perdido en el sur. Yo era entonces su Jefe de Navegación, y la contemplación de esa, mi propia letra, en aquel viejo libro, reverdece hechos y emociones que creía olvidados; recuerdos de una época en que nuestra soberanía se nutría del pequeño heroísmo cotidiano con que hombres y mujeres, abnegadamente entusiastas, sobrevivían en aquella inmensidad que para muchos solo era una leyenda; recuerdos bañados por una luz fría, pálida, triste, de la que el alma angustiada se defendía con asociaciones espontáneas de fuego y calor; recuerdos de un paisaje abrumado por la tremenda energía, contenida y amenazante, en inestable equilibrio entre la calma opresiva y el cataclismo inminente.

El cine en colores y la pantalla gigante muestran hoy aquellos parajes y sus secretos abismos; sin embargo, lo que la fotografía y el cine documental no pueden decir, es qué sentíamos nosotros entonces, frente a aquel salvaje escenario desolado y desconocido, librados a nuestra propia suerte, prácticamente incomunicados y sin apoyo, confiados a precarios medios de navegación en aguas peligrosas, donde patéticos relatos de muerte y naufragios decían que la supervivencia era solo una ilusión. Aquella fue una época de transición en que el escorbuto sonaba a arcaísmo y la niebla y el viento parecían superados por la máquina y el radar; pero sin embargo, las encías aún sangraban, la máquina podía fallar y el radar, elemental e inseguro, de pronto nos dejaba sumidos en una blancura tan opaca como la niebla circundante.

Ushuaia

Presidida por la modesta casa de la Gobernación y su muelle, la ciudad de Ushuaia era por entonces un humilde caserío de madera y chapas, recostado en las limpias aguas de la bahía inmóvil. Los vidrios de las pequeñas ventanas cerradas brillaban con esos destellos que la luz fría arranca de las cosas humedecidas por la escarcha; en las chimeneas, un humo perezoso esparcía el olor de la leña quemada en las salamandras; el barro de las calles y el blanco de los faldeos recordaban la reciente nevada. Un silencio audible, solo interrumpido por el seco graznido de las gaviotas, era el fondo musical de aquella soledad tremenda donde, iluminados por el ojo bíblico de un sol acuoso entre amenazantes nubes negras, los helados picos andinos prolongaban las almenas de la Prisión siniestra.

La salvaje grandiosidad wagneriana de aquel lugar inducía la sensación angustiosa de que allí el mundo aún no había terminado de formarse y, en cualquier momento, un tremendo sacudón volvería a poner en marcha aquel génesis detenido.

Todo era lejano entonces. Al frente, el Beagle difuso como un boceto apenas sugerido por espejeantes pinceladas de luz entre negras sombras de montañas aplastadas por nubes pesadas, obscuras e inmóviles; detrás, las cumbres amenazantes con sus peligrosos pasos llenos de neblina y misterio. Pero la tremenda quietud no era absoluta; como nuevo Holandés Errante, purgando su culpa por supuestas evasiones, homicidios y otros delitos, la goleta “LOBERA” vagaba huidiza entre las brumas con su carga de leyenda y realidad.

A este lugar llegaban nuestros pequeños buques, muchas veces de noche, cuando la baliza del muelle era la única luz viviente en aquella población dormida. Traían un aura de noticias y buscaban el calor comprensivo de aquellos hogares que sabían de las penurias sufridas para llegar hasta allí. Nuestra misión era patrullar las costas hasta los profundos fiordos de la Isla De Los Estados, donde, próximo a San Juan de Salvamento, “el faro del fin del mundo”, aún quedaban los restos del antiguo cementerio abandonado; para aquellos leñadores, cazadores y buscadores de oro, incomunicados entre sí en la soledad de sus cabañas, las periódicas visitas del buque eran su único apoyo.

Las diversiones entonces no eran muchas. Exceptuados algunos estancieros enclaustrados en sus feudos, unos pocos comerciantes y algunos ex presidiarios que, cumplida su condena, prefirieron quedarse allí ejerciendo algún oficio, el grupo social se reducía a oficiales de marina y funcionarios de la Gobernación con sus familias; no existían lugares donde “salir”, excepto un cine precario que pasaba viejas películas, siempre inconclusas ya que, si no se cortaban o quemaban, había un apagón o, simplemente, por ser muy tarde, la usina interrumpía sus servicios hasta el día siguiente y los asistentes debían regresar a sus casas a la luz de sus linternas. De esta forma, las amables tertulias a bordo, en las que todos lucíamos nuestras mejores galas, eran un momento esperado.

Por entonces, sin embargo, comenzaban a aparecer las primeras manifestaciones del progreso. En La Misión se había inaugurado la Estación Aeronaval y, camino a ella, se construían las nuevas casas del “villagio” para los italianos inmigrantes de la postguerra. Cerca de la Gobernación, a una cuadra de la costa, abría su puerta el Kuanip-Club, una barraca abrigada llena de humo y parroquianos que bebían y jugaban al billar o al ping-pong, y donde lo más divertido era precisamente la puerta, en cuyo umbral congelado muchos patinaban al salir, iniciando un enloquecido “slalom” hacia el mar, cuesta abajo, gesticulando como desesperadas marionetas para abrazarse en la esquina al poste de luz salvador cuya oscilante lamparita mostraba la fría alternativa del mar. Por último, otra gran diversión, aunque no siempre posible, era ir de noche con faroles a patinar en la laguna congelada.

Esta era la Ushuaia de entonces. El avión traería grandes cambios, pero por esos días el “Rastreador de Estación” todavía era un símbolo de la época.


SEGUNDA ENTREGA

El Rastreador

Con sus 59 metros de eslora, 554 toneladas de desplazamiento y sus 2.000 HP de potencia, no era precisamente un buque chico, ya que otros más pequeños recorrieron también esas aguas en las que fueron famosos, pero estos últimos estaban pensados precisamente para desarrollar la tarea que cumplían y, pese a sus dimensiones, tenían cualidades marineras óptimas. El rastreador, en cambio, fue diseñado para cumplir con una misión militar específica, a la que se subordinaba cualquier otra condición: sembrar y rastrear minas, una tarea costera no expuesta a las furias del mar; su cubierta a solo 1,25 metros del agua, sus bordas cerradas y la amplia cola de pato, protegían al personal y facilitaban el trabajo con los cables, disminuyendo el peligro de enredar las hélices. Pero en alta mar el bajo puntal daba acceso a grandes masas de agua que, encerradas por la borda, escurrían con demora por las bocas de tormenta, mientras la cola de pato golpeaba de plano transmitiendo al casco sus alarmantes cimbronazos combinados con las vibraciones del pesado paraván que entraba en resonancia. A todo esto debía sumarse el inquietante peso de los cables sierra y el radar agregado, así como también las escasas 28 toneladas de agua potable para una tripulación de 70 hombres.

El alojamiento no era mejor. En popa vivían el Comandante, el Jefe de Máquinas y el guardiamarina. Tenían la ventaja de estar cerca de la pequeña cámara, protegidos de la temperatura ambiente por el agua de mar, cuya superficie lamía los ojos de buey que, por esta razón, debían permanecer cerrados y con sus tapas acorazadas puestas en previsión de roturas por el golpe de las olas. Esta condena al aire viciado y a la luz artificial no conseguía anular las filtraciones, eternos lagrimones que, rodando hasta el piso, formaban un charco en el que aparecían flotando los zapatos junto a libros, fotos, papeles y algún frasco de tinta disparado del armario y estrellado contra el techo por un cimbronazo que arrancaba las puertas. Tampoco era fácil dormir: la hélice, prácticamente bajo la almohada, transmitía sus enloquecidas vibraciones al embalarse en el aire y frenarse para retomar su ritmo; a un lado, el sordo ruido burbujeante de los golpes de mar contra la chapa húmeda y fría del costado sumergido; del otro, el trueno atenuado del timón en constante movimiento.

La ventilación forzada era de aire natural, es decir, helado en invierno y asfixiante en verano; la supuesta calefacción provenía de pequeños radiadores a vapor que, enfriado y licuado en su camino, llegaba apenas como agua tibia y escurridiza que escapaba en hilitos.

En proa, bajo el puente, vivían el Segundo y el Jefe de Navegación en sendos camarotes con baño compartido. En verano, los mamparos calentados por el sol creaban un ambiente irrespirable; en invierno, barridos por las olas, se estremecían y enfriaban hasta llegar a veces a condensar la humedad interna en brillante escarcha. Salir de noche a cubierta para tomar la guardia, cuando la puerta quedaba a barlovento, era una aventura temeraria.

Como se comprenderá, fue raro encontrar un mar suficientemente tranquilo como para que estos buques resultasen confortables. No obstante, el imperio de la rutina existía, los trabajos se cumplían y las clases de alguna forma se impartían aunque aquellos patéticos alumnos de cara verdosa, arrebujados en sus gabanes, mucho no habrían de asimilar.

El Viaje

Yo era Jefe de Navegación del rastreador “GRANVILLE”, gemelo del “FOURNIER”. El 15 de mayo de 1949, tras cumplir la tercera etapa de mar, zarpamos para Ushuaia, de donde regresamos el 9 de julio para reincorporarnos a la escuadra. Me encontraba finalmente de licencia en Buenos Aires cuando, el 23 de septiembre, fui llamado urgentemente desde Puerto Belgrano: el rastreador “SPIRO” debía zarpar de inmediato para el sur y su Jefe de Navegación necesitaba relevo pues no podía embarcar. Así comenzó mi aventura en este buque.

El 25 de septiembre, a las 10 de la mañana, salimos de la base entre las pitadas con que los buques de la flota despedían a estos pequeños barcos cuando zarpaban para el sur. Nuestra misión sería buscar al “FOURNIER”, cuya posición se desconocía desde hacía cuatro días.

El clima era fresco a pesar de estar en primavera, pero el brillante sol ponía una nota alegre en la espuma que el viento de proa comenzaba a levantar. Cruzamos el golfo de San Matías sin novedad, aunque el barómetro bajaba en forma alarmante. Frente a Península Valdés nos alcanzaron las fragatas “HERCULES” y “TRINIDAD”, que pronto se perdieron en el horizonte, mientras nosotros, capeando lo que ya era un temporal y pronto sería un huracán con vientos de más de 110 kilómetros por hora, buscábamos refugio en Puerto Cracker, donde pasamos la noche. Al día siguiente continuamos viaje; el viento seguía soplando muy fuerte, pero la costa nos ofrecía cierto reparo.

El 28 de septiembre, cuarta singladura, a las nueve de la mañana, alcanzamos Faro Pingüino, dejando atrás el golfo San Jorge y ganando nuevamente el reparo de la costa muy oportunamente, pues el viento continuaba aumentando y el barómetro descendía. El cielo despejado ya no existía y los cinco grados de temperatura comenzaban a sentirse. Al mediodía el viento amainó, dejando en su lugar un amenazante suspenso. Esa noche me enteré de que nuestro destino eran los canales fueguinos, por lo que la pasé en vela estudiando la nueva derrota.

El 29 de septiembre nunca lo olvidaríamos. Con un barómetro en sostenido descenso que ya marcaba 28 mm, y protegidos del viento por la costa, nos aproximamos al faro Vírgenes, donde un fuerte mar de fondo comenzó a sacudirnos en pronunciados balanceos, seguidos del típico ruido que produce abordo esa infinidad de cosas que se mueven y golpean: desde el mueble pesado que rompe sus trincas, o la vajilla que salta de su alojamiento y se estrella en el piso, hasta los lápices que ruedan dentro de los cajones.

Al pasar Punta Dungeness, el viento siempre en aumento y libre ahora de obstrucciones, arbolaba una mar gruesa que se superponía a la onda de fondo cubriéndola de espuma. El buque golpeaba, se estremecía vibrante contra el viento y daba rolidos de hasta 32 grados mientras los motores, jadeantes al trepar las crestas, suspiraban aliviados al bajarlas y deslizarse hacia la verde oscuridad de los senos. Eran las 10 de la mañana; entre las nubes desgarradas de aquel cielo sucio y lluvioso, pasaron dos de nuestros aviones navales.

El viento había alcanzado una fuerza huracanada de más de 110 kilómetros por hora, la mala visibilidad apenas permitía avistar de vez en cuando aquellas costas bajas que el radar no detectaba; el abatimiento era notable y nuestro único compás de gobierno, magnético, estaba enloquecido. Pero había que seguir adelante.

De pronto, cuando ya creíamos alcanzar la Primera Angostura, el buque, que apenas gobernaba, se atravesó y, metiendo la borda bajo el agua, quedó dormido sobre la banda de estribor sin reaccionar. Eran las 16 y 30 horas. Yo, que estaba de guardia, conseguí abrazarme a la bitácora y el timonel se mantuvo aferrado a su rueda. Sumido en las profundidades de lo que había sido la banda de estribor, y que ahora era el piso, el Comandante daba sus directivas mientras, colgado allá en las alturas de lo que fuera el mamparo de babor, el guardiamarina trataba de alcanzar la mesa de derrota para leer las características de la baliza a la que tratábamos de aproximarnos para fondear, cosa que conseguimos hacer logrando que el buque se adrizara. A las 19 y 30 horas, cuando hubo amainado algo, zarpamos, cruzamos la Angostura y continuamos avanzando, pero a medianoche el tiempo oscuro y lluvioso nos obligó a fondear nuevamente, cerca de puerto Sara, débil luz intermitente entre los chubascos.


TERCERA ENTREGA

La búsqueda

Desperté a las 3 y media de la madrugada para tomar la guardia. Pese al viento que sacudía al barco, estremeciendo los mamparos de mi camarote, había dormido profundamente. El aire helado del ambiente, y la vista de la escarcha que brillaba en la superficie interna de la puerta, hacía aún más difícil abandonar la tibieza de las mantas; pero sobre mi cabeza podía oír los pasos de quienes trataban de entrar en calor mientras, extenuados, esperaban el relevo, al que dejarían preparado café recién hecho. Abrí la canilla para lavarme pero el clásico soplido dijo que no había agua; me vestí, prendí un cigarrillo para quitar el mal gusto de mi boca, y salí a cubierta tras vencer con el hombro la fuerza del viento que impedía abrir la puerta: sobre el fondo de la noche negra, grandes copos de nieve arrastrados por el viento se aplastaban silenciosamente sobre el espeso manto blanco que lo cubría todo. Hacía frío; ese día la máxima no pasaría de los cinco grados, y la humedad del traje de cuero y las botas que acababa de volver a vestir resultaba desagradable. A las siete de la mañana zarpamos. Ese sería nuestro primer día de búsqueda en la zona.

Hacía un frío intenso. El barómetro, que desde la salida de Puerto Belgrano estaba descendiendo, pareció detenerse, pero el temporal del WSW continuaba. Recorrimos el Canal y pasamos frente a Punta Arenas y cabo San Isidro. Aunque la visibilidad no era buena, pensábamos que no impediría que encontráramos el “FOURNIER” en algún fondeadero, quizás averiado y sin energía para comunicarse.

Durante la mañana avistamos dos aviones en vuelo rasante que, tras reconocernos, desaparecieron entre las nubes: no éramos el barco buscado sino su gemelo; también tuvimos la efímera emoción de avistar una vela, pero solo era una embarcación lugareña.

Seguimos avanzando con un fuerte mar de fondo. La luz fría y desvalida iba decreciendo y, esporádicamente, entre jirones de nubes rápidas y negras, podíamos ver que los altos árboles de la orilla eran reemplazados por las sombras fantasmales y húmedas de la costa acantilada; nos aproximábamos al cabo Froward.

Pasado el mediodía, el temporal rotó al SSW aumentando su furia, acompañada ahora por chubascos de nieve, entre los que de pronto apareció un avión que, al vernos, regresó haciéndonos señales; por un instante creímos que habría encontrado algo, pero poco duró nuestra alegría y sin duda también la suya ya que, al identificarnos, desapareció.

La nieve, cada vez más espesa, ya no permitía ver cosa alguna. Debíamos fondear, pero en esas tremendas profundidades no había tenedero: era necesario llegar a Puerto Sholl, cruzando la estrecha boca del canal Magdalena y las rocas y escollos sembrados en la boca del surgidero. No había elección posible: guiados por el pequeño radar y luchando con la onda que dificultaba el gobierno del buque, logramos fondear en 20 brazas de profundidad para pasar la noche.



Singladura 7. Octubre 1

Durante la noche nevó con viento suave y así continuaba a las tres y media, cuando me levanté.

Al aclarar pudimos por fin ver dónde estábamos y por dónde habíamos pasado. Aquella desolación imponente y angustiosa sugería un cataclismo del que solo quedasen algunos fragmentos caprichosamente esparcidos. Aquí, siniestras siluetas de roca, negras y relucientes de humedad, emergían al compás de las ondas como afilados colmillos del abismo hambriento babeando espuma en su incesante movimiento; más allá, destrozadas moles de piedra, contorsionadas y alucinantes, parecían lanzar al cielo un alarido gesticulante y final subrayado por el tremendo silencio del lugar. Era como si el Génesis se hubiese interrumpido y la colosal sinfonía solo perdurase el pianíssimo de la nevada, creando la expectativa de los atronadores timbales con que, en cualquier momento, aquel absurdo adoptaría su forma definitiva (poco tiempo después, esta sugestión del paisaje tendría su confirmación en un violento terremoto que conmovió el lugar).

Zarpamos a las siete para circunnavegar Isla Dawson, algo así como una península fisurada y separada de la Tierra del Fuego por los glaciares. Debíamos navegar a máxima velocidad en aguas peligrosas, mal relevadas y poco conocidas, con mal tiempo y baja visibilidad; era un riesgo aceptado y todas las providencias a nuestro alcance, aún las de carácter individual, para caso de supervivencia, estaban tomadas.

Cruzamos el Magdalena y pasando entre las puntas Cono y Ansiosa, entramos al canal Gabriel; continuaba nevando y, bajo la infinita tristeza de aquella luz, el lugar resultaba verdaderamente siniestro.

El Gabriel es una profunda brecha que tajea y cruza la montaña entre paredones coronados por los hielos del glaciar. La visibilidad era mala, los chubascos de nieve se alternaban con los de agua pero, pese a ello, tuvimos la seguridad de que allí no podía haber otro buque y tampoco podía haberlo en su prolongación que es el canal Cascada.

La zona de probable encuentro se iba reduciendo: el “FOURNIER” pronto aparecería. Entramos al Whiteside, donde soplaba un viento fuerte y creciente que pronto alcanzó la intensidad de “temporal muy fuerte” del WSW y limpió las nubes bajas, permitiéndonos una mejor visibilidad; allí tampoco había buque alguno. Recorrimos el Boquerón y, una vez más, la costa occidental de Dawson, pero todo fue inútil: el “FOURNIER” no estaba; fondeamos en puerto Hambre y aquel segundo día de búsqueda terminó.

Singladura 8. Octubre 2

Pese al reparo de la costa, el viento muy fuerte del WSW siguió soplando toda la noche, mientras el barómetro bajaba. El buque se estremecía y pocos hablaban; las largas horas bajo la lluvia y la nieve, el suspenso de la búsqueda, la comida olvidada y la triste realidad que se hacía evidente, helaban el alma y cada uno ocultaba lo que ya todos temíamos. Allí, en puerto Hambre, nos reunimos con el “LAUTARO”, el “SANAVIRÓN” y el “BAHIA BLANCA”, el que atracó durante la noche a nuestro costado para darnos agua.

Pasado el mediodía zarpamos para explorar una vez más la costa occidental de Dawson, navegando a unos dos mil metros de ella: lo que buscábamos ya no era un buque sino sobrevivientes o restos del naufragio. Sin embargo, el mal tiempo nos aguardaba como queriendo asegurar su presa; el viento rotó al Sur y pronto estuvimos envueltos en un muy fuerte temporal, entre densas nubes negras que traían la obscuridad. Continuamos en dirección al canal Magdalena aproximándonos a la sombra borrosa del cabo Froward cuando de pronto, al perder su reparo, nos encontramos en plena tempestad: el viento enfurecido, entubado en el canal desde el Oeste, nos tomó de costado dándole al buque una peligrosa escora acentuada por las grandes olas de corto período que llegaban una tras otra sin permitirle reaccionar. Las aguas restringidas y el dificultoso gobierno limitaban la maniobra, pero bordejeando como pudimos, logramos cruzar y ganar el reparo de la isla Aracena, fondeando en bahía Sholl. Eran las ocho de la noche.

Jamás podré olvidar aquel tremendo escenario crepuscular, desolado y sacudido por la furia del mar, cuya grandiosidad y tristeza despertaban una angustia profunda imposible de explicar. Su contemplación y la experiencia que acabábamos de vivir, nos hicieron presentir lo que podía haberle ocurrido al “FOURNIER”.

Singladura 9. Octubre 3

Al amanecer se mantenía el tiempo sucio y lluvioso, pero el barómetro subía lentamente; el viento había amainado y había mejorado la visibilidad.

Nos dirigimos a Punta Cono. Este lugar, quizás por la circunstancia en que lo habíamos conocido, constituía para todos una especie de obsesión. Sin embargo, existía allí una vivienda primitiva que, atentamente observada en nuestras anteriores pasadas, no había dado señal alguna. Esta vez, desembarcaríamos.

Lentamente nos acercábamos dando amplios rolidos, movidos por la onda pesada y profunda que rompía en las rocas de la costa, cuando de pronto, entre piedras negras y brillantes, surgió una canoa que se aproximaba haciendo señas: la tripulaban sólo mujeres que con arisca timidez nos indujeron a seguirlas.

Arriamos el bote a remo y desembarcamos. En la primitiva vivienda, rodeados de chicos y perros, algunos hombres reticentes observaban nuestra llegada. Por fin, vencida su desconfianza, nos guiaron hasta un lugar donde, prolijamente reunidas, brillando húmedas bajo la fría luz de la mañana, descansaban las evidencias de lo sucedido: el mástil roto, un bote con sus regalas arrancadas a la altura de las trincas… Y un salvavidas quebrado con la temida inscripción “ARA FOURNIER”.

En otro lugar cercano, protegido por pieles y rocas que las sujetaban, estaba el cuerpo del primer náufrago que encontramos. La soledad, el silencio y la grandiosidad del lugar parecían más tremendas que nunca. Le tomé las impresiones digitales como pude y, recogiendo el salvavidas, regresamos. Sin duda nuestros rostros mostraban la emoción reprimida pues, al acercarnos con el bote, los del buque nos recibieron con ese trato casi tierno que se reserva a los heridos. “Hijo ¿qué ha sucedido?”, preguntó el Comandante, y tras recibir mi informe, dispuso que bajásemos a calentarnos mientras los demás se hacían cargo de la maniobra.



A las once y cuarto se arrió la lancha a motor y, con ella y el bote de remos, apoyados por el buque, se recorrieron palmo a palmo varias millas de costa, pero fue en vano. A la tarde, la lancha entregó al “SANAVIRÓN” los restos encontrados para llevarlos a Punta Arenas.

El cielo gris, el mar calmo y el viento ausente, parecían respetar nuestro estado de ánimo. Cerca de medianoche fondeamos en Sholl, donde también estaban el “LAUTARO” y el “BAHÍA BLANCA”.

El día siguiente, 4 de octubre, exploramos Bahía Filton, distante unas 60 millas de Sholl. El barómetro subió un poco más y el tiempo se mantuvo nublado pero calmo.

Cruzamos una vez más el Magdalena, el Gabriel y el Cascada, bajo los empinados hielos de la costa sur. En el trayecto una última esperanza efímera nos conmovió por unos instantes: atraída por las largas pitadas con que tratábamos de llamar la atención e infundir aliento a los posibles sobrevivientes, apareció una vela; pronto comprendimos que solo era una pequeña embarcación lugareña que se aproximaba en busca de noticias y los pobladores que la tripulaban nos dijeron que jamás habían visto un temporal tan terrible y persistente como el del 21 de septiembre.

Bahía Filton era una especie de profundo saco en cuyo fondo flotaban los hielos, pero parte de su costa estaba cubierta de bosques. Era una zona sin relevar; en la carta no existían sondajes y las orillas solo aparecían punteadas. Pese al riesgo, entramos; el temporal del oeste podía haber arrastrado hasta allí alguna balsa y era necesario revisar.

La búsqueda no dio resultado, pero en el camino de regreso a Sholl, aproximadamente a las 9 de la noche, nos cruzamos con el “BAHÍA BLANCA” y poco después con una de sus lanchas, que informó haber hallado otro cadáver, esta vez en Punta Ansiosa, frente a Punta Cono, en la boca del Gabriel.

Esa noche fondeamos en Sholl, donde nos reunimos con la “HÉRCULES”.


CUARTA ENTREGA

Singladura 11. Octubre 5.

Al día siguiente regresamos a Filton. El barómetro en ascenso prometía buen clima.

Cerca ya de nuestro destino avistamos humo en el Whiteside y nos dirigimos a investigarlo. La temperatura era de solo cinco grados, pero algunos indecisos rayos de sol destellaban en la nieve y, filtrándose entre las retorcidas ramas negras de los árboles, iluminaban el musgoso piso obscuro brillante de humedad. La opaca monotonía gris de tantos días parecía terminar y aquel suave claroscuro nos parecía un alegre colorido.

Poco duró la anterior sensación frente al helado paisaje de Filton donde fondeamos; mientras el bote sondaba en torno al buque, con la lancha y el chinchorro a remolque fuimos a explorar la costa cercana a Punta Hielo, cuyo nombre nos excusa de mayores descripciones. Navegábamos con precaución, sondeando, pues la marea estaba próxima a bajar y no queríamos quedar atrapados, lo que sin embargo sucedió cuando, de pronto, la barra emergió a nuestras espaldas dejándonos aislados. Caímos proa al mar, fondeamos y saltamos al agua para apuntalar la lancha protegiendo su timón y hélice.

En instantes, como una extraña Arca de Noé, habíamos quedado en plena colina con el hielo a nuestras espaldas y allá, a cientos de metros, el agua que tardaría seis horas en volver.

Sin duda nuestra situación era, por lo menos, insalubre. Felizmente la temperatura no bajó de cinco grados y el viento que soplaba del sur rotó al este, dejándonos al reparo de la montaña. El radio, tan exigido esos días, no lograba comunicarnos con el buque; solo quedaba instalarnos lo mejor posible y esperar la marea, tratando de no imaginar lo que pensarían a bordo.

A las 18.30 apareció el buque, que navegando con precaución en aquellas aguas desconocidas se acercó cuanto pudo e, intercambiadas algunas señales, regresó a su fondeadero. El tiempo se mantuvo sereno y aquella noche vimos las primeras estrellas.

Volvió el agua y, otra vez a flote, regresamos sin más inconvenientes y a tiempo para cumplir mi guardia de cero a cuatro.

El 6 de octubre amaneció gris y frío, con barómetro nuevamente en descenso. Pese a ello, con la lancha y el chinchorro fuimos a explorar la parte boscosa de la costa, pero horas después debimos regresar entre pesados copos de nieve que, deslumbrantes sobre el fondo obscuro de los árboles, impedían totalmente la visión. Intentando ganar tiempo, zarpamos para recorrer el Cascada, pero allí encontramos mal tiempo del NNE por lo que, entre chubascos de nieve, regresamos al fondeadero donde permanecimos hasta el día siguiente.

Singladura 13. Octubre 7

A las tres y media de la madrugada, cuando me levanté para tomar mi guardia, no había viento pero continuaba cerrado y sucio. A las seis se levantó un suave viento del oeste que parecía limpiar, mientras el barómetro se mantenía estable.

A las ocho zarpamos y entregué mi guardia. Quise permanecer en el puente, como siempre lo había hecho mientras navegábamos, pero todos estábamos extenuados y el lugar ya era conocido; el Comandante ordenó que me retirase a comer algo caliente y dormir hasta que me llamase.

Llegué a las tibias profundidades protegidas de la cámara, de la que tanto tiempo hacía que no disfrutábamos, y pedí un café con jamón y huevos. Soñadoramente disfrutaba el confortable calorcito imaginando el aromático plato que esperaba; bajo mis pies, la popa se estremecía a impulso de las hélices que aceleraban mientras crujía el timón, y los golpes de mar en la cola de pato cada vez más pronunciados, indicaban que afuera había mal tiempo. Realmente era así; un fuerte viento del WNW arbolaba mar gruesa que cubría de espuma la superficie. Rendido como estaba, aquello no podía molestarme; me acurruqué en el rincón del cojín y, calzando una bota contra la mesa, disfruté la espera.

Eran las 8:45. Tomé los cubiertos y me incliné sobre el humeante plato dejado frente a mí. En ese instante, que jamás olvidaré, un espantoso crujido seguido de fuertes golpes frenó el buque, que comenzó a dar fuertes bandazos entre tremendos ruidos. El plato saltó de la mesa al suelo y, parándome como pude, subí a cubierta.

Estábamos lejos de la costa y un mar enfurecido, deshecho en espuma por los escollos en los que habíamos encallado, rompía sobre el buque que, a impulsos de la fuerte onda, se elevaba para volver a caer entre rugidos sobre uno u otro costado. Nos estábamos destrozando, rodeados de aguas profundas y heladas.

Tomadas las primeras providencias, se decidió que el personal no imprescindible para la maniobra abandonara el buque, encargándoseme de tal misión ya que, al parecer, mis funciones de navegante habían terminado.

A fin de aligerar peso y proveer a la seguridad de quienes quedarían a bordo, amarramos entre sí y arrojamos al mar cuanta cosa pudiese flotar: bancos, minas de ejercicio, paravanes y toda serie de elementos heterogéneos quedaron así flotando por la popa, con una retenida a cargo de un hombre a quien recomendé no amarrarla y largarla si el buque se hundía.

En medio del agua enfurecida y entre fuertes golpes, conseguimos arriar la lancha y el chinchorro, manteniéndolos apartados para que no se destrozasen contra el casco. Embarqué cuanta gente pude, lo que no fue fácil, porque aquello era como saltar de la sartén al fuego, y remolcando el chinchorro nos dirigimos hacia la costa Este, que era la más cercana aunque sin sotavento. Difícilmente habríamos alcanzado la otra orilla con mar y viento en contra.

Fondeamos la lancha antes de la rompiente y fuimos desembarcando al personal en sucesivos viajes del chinchorro que, retenido por un virador, se aproximaba a la costa lo necesario para saltar al agua haciendo pie. Terminado el desembarco, regresábamos al buque luchando contra el viento, cuando vimos que el barco se movía y alguien, increíble fruto del adiestramiento, arriaba el pabellón del asta de popa y lo izaba en el pico, señal de buque navegando. Lentamente, muy escorado, fue saliendo de las piedras y, describiendo un amplio círculo, puso proa a Filton. Intentamos seguirlo pero nos señalaron que regresásemos a tierra; así, solo y maltrecho, lo vimos alejarse mientras alguna voz estrangulada murmuraba “pobre buquecito”…

Regresamos a la costa, fondeamos la lancha a prudente distancia y cruzamos la rompiente con el chinchorro, al que conseguimos poner en seco sin la menor avería. Lo que acababa de suceder era un riesgo aceptado y las previsiones estaban tomadas. En tierra ya ardía una hoguera, junto a la cual los hombres se habían desvestido para calentarse y secar sus ropas, mientras una gran olla de café desprendía su aroma y manos diligentes preparaban el asador para el cordero que, conservado por la temperatura ambiente, siempre manteníamos listo en las embarcaciones. Aquello no fue una fiesta, pero si sirvió para levantar los ánimos.

Mientras tanto, el hombre encargado de los flotadores arrojados por la popa del “SPIRO”, al sentir que éste se movía, los dejó en libertad: poco después, ya dispersos por la acción del mar, fueron avistados por un avión que, en vuelo rasante y no viendo al buque en las proximidades, supuso nuestro naufragio.

Seguía nublado y sucio pero no llovía y, pese al fuerte viento, la temperatura resultaba soportable. Nuestra preocupación era el buque: no sabíamos que podía haberle sucedido e ignorábamos si el mensaje largado en esa zona de caprichosa propagación habría sido recibido.

Pasado el mediodía vimos al “SANAVIRÓN” cruzar a lo lejos y tratamos de llamar su atención con bengalas, pero desapareció si respuesta alguna… Cinco largas horas después nos rescataron y transportaron al “SPIRO”, que estaba fondeado en Filton lamiendo sus heridas. La singladura número trece del Rastreador M13, había terminado.

Al día siguiente todo lo vivido hasta entonces parecía un sueño. El “SPIRO” reposaba apacible en el agua cristalina de una alegre bahía, entre los graznidos de las gaviotas que recordaban la primavera; el sol espejeaba en el casco y la temperatura alcanzaba los veinte grados. Por los ojos de buey abiertos a la luz reverberante, entraba el aire puro trayendo las voces animadas de los hombres que baldeaban la cubierta, mientras otros inspeccionaban el casco, tapaban filtraciones y achicaban los lugares inundados. El “CHIRIGUANO” atracó a nuestro costado para darnos agua y combustible, y así llegó la noche.


QUINTA ENTREGA

Singladura 16. Octubre 10

Desde Filton nos trasladamos a Sholl donde fondeamos, encontrando a la “HERCULES” en el lugar. En el trayecto se solucionaron algunos inconvenientes en los dínamos, aparentemente el único problema pendiente era una limitación en la velocidad, pues al llegar a cierto número de revoluciones las hélices entraban en resonancia. Dadas las circunstancias, se decidió nuestro regreso a Ushuaia, distante 185 millas. Zarpamos a las seis de la mañana con mar y viento en calma, pero tiempo sucio y barómetro en descenso. Navegamos el Magdalena y la primera parte del Cockburn en perfecta calma, contemplando entre las nubes las nieves eternas y los hielos glaciares, que devolvían el seco ruido de nuestros motores en medio del tremendo silencio. Un limpia estela surgía de nuestra popa y se diluía entre las cercanas rocas de la costa, pero esta especie de “Tempe Argentino” habría de durar muy poco.

Quedaban atrás lugares tales como Puerto Hambre, Bahía Inútil, Punta Ansiosa, Puerto Esperanza, pero lo que aún faltaba recorrer, según la evidente experiencia de quienes nos habían precedido, no era mucho más alentador: Islas Laberinto, Bahía Tormentosa, Seno Bluff, Seno Brujo, Seno Chasco, Furias del Este, Furias del Oeste, Canal Ocasión, Isla Quemada, Bahía Desolada, Puerto Engaño, etc.

Al doblar Cabo Turn comenzó a soplar viento del norte, que luego se afirmó del ENE, con densos nubarrones y chubascos que por momentos impedían la visibilidad. Paulatinamente, el espejo de agua se transformó en una infinita desolación gris salpicada de rocas barridas por la gigantesca onda del mar que curvaba el horizonte, confundiéndose con el cielo desflecado por veloces nubes negras en perpetua mutación. Aquella salvaje inmensidad encogía el alma, hundiéndola en confusas emociones primitivas: no se sabía si aquello era el Soplo de la Creación demorada, o el triste fin del Apocalipsis, al que hubiésemos sobrevivido como solitarios testigos; un Universo de aguas y rocas en el que el único vestigio de calor y vida fuese aquel barquito empequeñecido.

Vibrando por el esfuerzo que parecía frenar las hélices, trepábamos las olas hasta su cumbre de espuma y, tras un instante de efímero equilibrio, descendíamos en enloquecidas guiñadas hacia el siguiente abismo. No había margen para el error; ninguna señal puesta por el hombre permitía identificar aquellos lugares que sólo a ratos entreveíamos. Canal Ocasión, sembrado de rocas en su entrada, debía parecer una grieta en el paredón rocoso al que nos aproximábamos, pero ese mismo aspecto suelen tener las vecindades de cabos y puntas.

¡Allí estaba! Esa tenía que ser la entrada; caímos proa a ella y, con el mar de través, nos lanzamos en una corrida sin retorno en la que parecía difícil predecir si en el momento oportuno la proa tendría la orientación adecuada o si nos destrozaríamos contra las piedras.

Entramos y de pronto todo fue calma, aún cabalgábamos en la onda pero había cesado el viento… Así es el Sur; minutos después aquello era una enloquecida tobera en la que el buque gualdrapeaba sacudido por el chubasco enceguecedor. Por fin salimos al Brecknock donde había más espacio de maniobra y, reparados del mar por las islas, cruzamos Paso Belgrano entrando al Canal Ballenero donde, a las 19:50, fondeamos. Habíamos navegado solo 90 millas pero de intensa emoción ya que, como se comprenderá, pese a las inspecciones y peritajes, nuestra fé en el buque estaba bastante disminuida.

Por fin descansaríamos unas horas; o al menos esto era lo que yo creía.

Singladura 17. Octubre 11

Puerto Engaño, tal era el nombre del fondeadero. Hizo honor a su nombre. Y lo de dormir fue solo una ilusión. Pese al aparente reparo de la costa, un viento desatado del WNW se metió en el fondeadero y sacudió al buque hasta hacerlo garrear; fondeamos otra ancla y, aguantándonos sobre la máquina, permanecimos así hasta que amaneció y pudimos zarpar.

Navegando el O’Brien y el Brazo NW del Beagle, llegamos a Ushuaia donde, a las 18 horas, amarramos al muelle de la Gobernación. Allí permaneceríamos once días, pero nuestras aventuras no habían terminado.

El regreso

El 22 de octubre, a las 6:30, zarpamos para Puerto Belgrano. Habíamos permanecido en Ushuaia once días y la única deficiencia importante del “SPIRO” era una limitación en la velocidad, impuesta por la hélice averiada que entraba en resonancia.

Salimos con buen tiempo, y el ansia de llegar a nuestros hogares hacía que el sonido del escape cadencioso de los motores, devuelto por la montaña, sonase a música celestial; cinco días y ¡en casa!. El vasto cristal azogado que cantara Darío era realmente apenas rayado de vez en cuando por el vuelo de algún pájaro, o el apresurado decolaje de un “pato a vapor”. Pero el “adagio” no habría de aburrirnos; como un violín pianíssimo, una naciente brisa fue rizando el agua hasta entrar en un crescendo de toda la orquesta que pronto soplaba a pleno sobre el rumor apagado de los truenos. Fondeamos en bahía Aguirre; una noche perdida.

Pese a que cada guardia cumplió a conciencia con su deber de concentrar el fluido mental para calmar el viento e informar de tan buena novedad al Comandante que dispondría entonces zarpar, esto recién sucedió al aclarar. El viento amainó y, en su lugar, una seductora brisa del SE nos indujo a dejar el refugio, pero cuando entramos al Le Maire rotó al SSW y se transformó en lo que en realidad era: un musculoso temporal. Buscando el sotavento, navegamos a 2000 metros de la costa donde la corriente, pese a la reducida velocidad de las máquinas, nos hacía navegar a 15 nudos. De pronto, esta misteriosa fuerza que tan oportunamente nos empujaba hacia delante, comenzó a abatirnos sobre la costa, poniéndonos en la necesidad de hacer un magnífico descubrimiento: superada la frecuencia crítica de resonancia, la hélice volvía a comportarse bien a máxima velocidad.

Frente a la boca del Magallanes el temporal, dejándonos al cuidado del mar de fondo permanente en ese lugar, se trasladó a Santa Cruz donde nos esperó con renovados bríos para sacudirnos toda la noche y hasta el atardecer del día siguiente, en que calmó rotando al NE.

En las primeras horas de la noche del 25 de octubre, nuestra cuarta singladura, alcanzamos Isla Pingüino, lugar de decisión para cruzar o no el golfo San Jorge: el cielo estrellado y el mar calmo eran una invitación, caímos al Norte y nos largamos. Todo iba bien y filábamos 14 nudos, cuando el barómetro bajó bruscamente: a las seis de la mañana capeábamos un fuerte temporal del NNW que a las cinco de la tarde rotó al NNE. Perdida la esperada protección de la isla Leones entramos a Bahía Huevo, un pequeño paraíso de arenas limpias y aguas transparentes al que se llega por una reducida entrada entre la península San Antonio y el islote Valdés que le dan protección.

Creímos que allí perderíamos otra noche, pero nos equivocamos: serían tres los días que perderíamos. En la mañana del 26 de octubre pretendimos zarpar, pero el viento saltó al SW con fuerza de temporal y nos quedamos; al mediodía el cielo despejó y un magnífico sol nos recordó que estábamos en plena primavera; la mitad de la dotación desembarcó para festejarlo con un asado en tierra. Aquel festejo de primavera sería inolvidable: el viento, que sin duda nos observaba, rotó al SE y aumentó a temporal muy fuerte que solo amainó al atardecer, permitiendo el regreso de las embarcaciones; por la noche ¡27 de octubre! nos envolvió un fuerte chubasco de nieve seguido por un viento, ahora del SSW, que a las diez de la mañana alcanzó fuerza de huracán; el mar rompía y pasaba sobre el islote sacudiéndonos peligrosamente: hubo que dar máquinas y fondear una segunda ancla. Esa noche amainó y durante todo el día siguiente siguió mejorando.

El 29 de octubre, octava singladura, zarpamos a primera hora con viento de proa y barómetro bajando. Esa noche cruzamos el golfo San Matías sin viento y con mar calmo. El 30 de octubre, a las 17:25, amarrábamos en Puerto Belgrano.

De regreso al “GRANVILLE”, mi buque, encontré todo listo y cuatro días después zarpábamos para cumplir la séptima etapa de mar que terminaría el 17 de noviembre, lo que me aseguraba el doble placer de mantenerme adiestrado y pasar mi cumpleaños a bordo.

Treinta años después

Proa; ¡fondo a babor!, ¡pasa el largo en cuanto pueda!; ¡babor atrás media!; ¡apurando con el largo, proa!; ¡vamos tierra!, ¡encapilla de una vez!; ¿qué están haciendo?… Minutos después el buque de pasajeros estaba amarrado al nuevo muelle de cemento por el que ya caminaba una alegre bandada de turistas ansiosos, embozados en exagerados abrigos que, sofocados hasta ahora por la calefacción de a bordo, recién hoy podían lucir.

Allí, en el extremo del muelle, la sonriente Ushuaia, bajo un alegre sol indeciso que brillaba en los restos de la nevada; más allá, la imponente masa de la Cordillera en la que nuestros impacientes pasajeros ya habían identificado el Susana y el Olivia con su corona de nubes; junto al buque, flotando en las quietas aguas de la bahía, otra vez petreles y gaviotas disputando con chillidos y aleteos el infaltable trozo de pan. En suma, una alegre quietud y un silencio audible tras los días de vibraciones y ruidos de las máquinas; el piso, ahora firme y sin balanceos, daba a los recién desembarcados la curiosa sensación de tener piernas que se encogían al andar.

Amarrados y fondeados en la bahía, había un total de siete buques: ARA “BUEN SUCESO”, ARA “CHRIGUANO”, ARA “SANAVIRÓN”, ARA “SAN PÍO”, “CABO SAN ROQUE”, “FEDERICO C”, “LINBLAD EXPLORER”.

Las calles asfaltadas y brillantes mostraban simpáticos negocios llenos de postales y mercaderías de importación en alucinante confusión: palos de golf, antiparras para la nieve, relojes cu-cu, sweaters, camisas, juguetes, telas. Vidrieras empañadas, llenas de centollas y vinos, anunciaban el reconfortante calor de sus mariscos, cuyo aroma llegaba a la vereda. Por todos lados, la alegre invasión de turistas volcaba su colorido, entre resbalones y risas, con la vitalidad entusiasta y comunicativa que el frío pareciera inspirar a quienes se sientes protegidos del mismo. Tras los amplios ventanales del Hotel Albatros, un enorme salón de cálida madera y confortables sillones, permitía aguardar por el almuerzo o una comunicación con Buenos Aires, bebiendo una copa, ojeando el diario del día o, simplemente, contemplando la maravillosa bahía surcada de pequeños barcos de recreo y lanchas pesqueras o avionetas de alquiler.

De regreso a bordo, los pasajeros programaban las aventuras del día y el “ruido” de la noche: caminatas a la montaña, sobrevuelo o navegación del Beagle, excursiones guiadas a los numerosos lagos, posadas y hosterías de la isla…


El vuelo de un “jet” atronó la bahía y se desvaneció reverberando entre las montañas. Aquella Ushuaia de mis recuerdos, lejana y fantasmal, ya sólo era un sueño.




4 comentarios:

Ushuaia-Info dijo...

Excelente crónica sobre la Ushuaia de antaño !

Anónimo dijo...

Cuesta, ahora, imaginar como debe haber sido por entonces. Guapos de verdad había que ser para navegar por el sur en esas condiciones.

la recalada dijo...

Ushuaia, Anónimo, gracias por comentar. No se pierdan los próximos capítulos de esta interesantísima saga!

la recalada dijo...

Agregaría que para navegar por nuestro sur, aun hoy, hace falta guapeza. Pero bien vale las penas!