DONDE ESTA?

BUSCANDO AL FOURNIER II


CUANDO BUSCABAMOS AL “FOURNIER”

Folletín Náutico en Cinco Entregas

Por el Capitán de Navío Juan Carlos Sidders


SEGUNDA ENTREGA

El Rastreador

Con sus 59 metros de eslora, 554 toneladas de desplazamiento y sus 2.000 HP de potencia, no era precisamente un buque chico, ya que otros más pequeños recorrieron también esas aguas en las que fueron famosos, pero estos últimos estaban pensados precisamente para desarrollar la tarea que cumplían y, pese a sus dimensiones, tenían cualidades marineras óptimas. El rastreador, en cambio, fue diseñado para cumplir con una misión militar específica, a la que se subordinaba cualquier otra condición: sembrar y rastrear minas, una tarea costera no expuesta a las furias del mar; su cubierta a solo 1,25 metros del agua, sus bordas cerradas y la amplia cola de pato, protegían al personal y facilitaban el trabajo con los cables, disminuyendo el peligro de enredar las hélices. Pero en alta mar el bajo puntal daba acceso a grandes masas de agua que, encerradas por la borda, escurrían con demora por las bocas de tormenta, mientras la cola de pato golpeaba de plano transmitiendo al casco sus alarmantes cimbronazos combinados con las vibraciones del pesado paraván que entraba en resonancia. A todo esto debía sumarse el inquietante peso de los cables sierra y el radar agregado, así como también las escasas 28 toneladas de agua potable para una tripulación de 70 hombres.

El alojamiento no era mejor. En popa vivían el Comandante, el Jefe de Máquinas y el guardiamarina. Tenían la ventaja de estar cerca de la pequeña cámara, protegidos de la temperatura ambiente por el agua de mar, cuya superficie lamía los ojos de buey que, por esta razón, debían permanecer cerrados y con sus tapas acorazadas puestas en previsión de roturas por el golpe de las olas. Esta condena al aire viciado y a la luz artificial no conseguía anular las filtraciones, eternos lagrimones que, rodando hasta el piso, formaban un charco en el que aparecían flotando los zapatos junto a libros, fotos, papeles y algún frasco de tinta disparado del armario y estrellado contra el techo por un cimbronazo que arrancaba las puertas. Tampoco era fácil dormir: la hélice, prácticamente bajo la almohada, transmitía sus enloquecidas vibraciones al embalarse en el aire y frenarse para retomar su ritmo; a un lado, el sordo ruido burbujeante de los golpes de mar contra la chapa húmeda y fría del costado sumergido; del otro, el trueno atenuado del timón en constante movimiento.

La ventilación forzada era de aire natural, es decir, helado en invierno y asfixiante en verano; la supuesta calefacción provenía de pequeños radiadores a vapor que, enfriado y licuado en su camino, llegaba apenas como agua tibia y escurridiza que escapaba en hilitos.

En proa, bajo el puente, vivían el Segundo y el Jefe de Navegación en sendos camarotes con baño compartido. En verano, los mamparos calentados por el sol creaban un ambiente irrespirable; en invierno, barridos por las olas, se estremecían y enfriaban hasta llegar a veces a condensar la humedad interna en brillante escarcha. Salir de noche a cubierta para tomar la guardia, cuando la puerta quedaba a barlovento, era una aventura temeraria.

Como se comprenderá, fue raro encontrar un mar suficientemente tranquilo como para que estos buques resultasen confortables. No obstante, el imperio de la rutina existía, los trabajos se cumplían y las clases de alguna forma se impartían aunque aquellos patéticos alumnos de cara verdosa, arrebujados en sus gabanes, mucho no habrían de asimilar.

El Viaje

Yo era Jefe de Navegación del rastreador “GRANVILLE”, gemelo del “FOURNIER”. El 15 de mayo de 1949, tras cumplir la tercera etapa de mar, zarpamos para Ushuaia, de donde regresamos el 9 de julio para reincorporarnos a la escuadra. Me encontraba finalmente de licencia en Buenos Aires cuando, el 23 de septiembre, fui llamado urgentemente desde Puerto Belgrano: el rastreador “SPIRO” debía zarpar de inmediato para el sur y su Jefe de Navegación necesitaba relevo pues no podía embarcar. Así comenzó mi aventura en este buque.

El 25 de septiembre, a las 10 de la mañana, salimos de la base entre las pitadas con que los buques de la flota despedían a estos pequeños barcos cuando zarpaban para el sur. Nuestra misión sería buscar al “FOURNIER”, cuya posición se desconocía desde hacía cuatro días.

El clima era fresco a pesar de estar en primavera, pero el brillante sol ponía una nota alegre en la espuma que el viento de proa comenzaba a levantar. Cruzamos el golfo de San Matías sin novedad, aunque el barómetro bajaba en forma alarmante. Frente a Península Valdés nos alcanzaron las fragatas “HERCULES” y “TRINIDAD”, que pronto se perdieron en el horizonte, mientras nosotros, capeando lo que ya era un temporal y pronto sería un huracán con vientos de más de 110 kilómetros por hora, buscábamos refugio en Puerto Cracker, donde pasamos la noche. Al día siguiente continuamos viaje; el viento seguía soplando muy fuerte, pero la costa nos ofrecía cierto reparo.

El 28 de septiembre, cuarta singladura, a las nueve de la mañana, alcanzamos Faro Pingüino, dejando atrás el golfo San Jorge y ganando nuevamente el reparo de la costa muy oportunamente, pues el viento continuaba aumentando y el barómetro descendía. El cielo despejado ya no existía y los cinco grados de temperatura comenzaban a sentirse. Al mediodía el viento amainó, dejando en su lugar un amenazante suspenso. Esa noche me enteré de que nuestro destino eran los canales fueguinos, por lo que la pasé en vela estudiando la nueva derrota.

El 29 de septiembre nunca lo olvidaríamos. Con un barómetro en sostenido descenso que ya marcaba 28 mm, y protegidos del viento por la costa, nos aproximamos al faro Vírgenes, donde un fuerte mar de fondo comenzó a sacudirnos en pronunciados balanceos, seguidos del típico ruido que produce abordo esa infinidad de cosas que se mueven y golpean: desde el mueble pesado que rompe sus trincas, o la vajilla que salta de su alojamiento y se estrella en el piso, hasta los lápices que ruedan dentro de los cajones.

Al pasar Punta Dungeness, el viento siempre en aumento y libre ahora de obstrucciones, arbolaba una mar gruesa que se superponía a la onda de fondo cubriéndola de espuma. El buque golpeaba, se estremecía vibrante contra el viento y daba rolidos de hasta 32 grados mientras los motores, jadeantes al trepar las crestas, suspiraban aliviados al bajarlas y deslizarse hacia la verde oscuridad de los senos. Eran las 10 de la mañana; entre las nubes desgarradas de aquel cielo sucio y lluvioso, pasaron dos de nuestros aviones navales.

El viento había alcanzado una fuerza huracanada de más de 110 kilómetros por hora, la mala visibilidad apenas permitía avistar de vez en cuando aquellas costas bajas que el radar no detectaba; el abatimiento era notable y nuestro único compás de gobierno, magnético, estaba enloquecido. Pero había que seguir adelante.

De pronto, cuando ya creíamos alcanzar la Primera Angostura, el buque, que apenas gobernaba, se atravesó y, metiendo la borda bajo el agua, quedó dormido sobre la banda de estribor sin reaccionar. Eran las 16 y 30 horas. Yo, que estaba de guardia, conseguí abrazarme a la bitácora y el timonel se mantuvo aferrado a su rueda. Sumido en las profundidades de lo que había sido la banda de estribor, y que ahora era el piso, el Comandante daba sus directivas mientras, colgado allá en las alturas de lo que fuera el mamparo de babor, el guardiamarina trataba de alcanzar la mesa de derrota para leer las características de la baliza a la que tratábamos de aproximarnos para fondear, cosa que conseguimos hacer logrando que el buque se adrizara. A las 19 y 30 horas, cuando hubo amainado algo, zarpamos, cruzamos la Angostura y continuamos avanzando, pero a medianoche el tiempo oscuro y lluvioso nos obligó a fondear nuevamente, cerca de puerto Sara, débil luz intermitente entre los chubascos.

.... CONTINÚA


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