DONDE ESTA?

BUSCANDO AL FOURNIER


CUANDO BUSCABAMOS AL “FOURNIER”

Folletín Náutico en Cinco Entregas

Por el Capitán de Navío Juan Carlos Sidders


QUINTA ENTREGA

Singladura 16. Octubre 10

Desde Filton nos trasladamos a Sholl donde fondeamos, encontrando a la “HERCULES” en el lugar. En el trayecto se solucionaron algunos inconvenientes en los dínamos, aparentemente el único problema pendiente era una limitación en la velocidad, pues al llegar a cierto número de revoluciones las hélices entraban en resonancia. Dadas las circunstancias, se decidió nuestro regreso a Ushuaia, distante 185 millas. Zarpamos a las seis de la mañana con mar y viento en calma, pero tiempo sucio y barómetro en descenso. Navegamos el Magdalena y la primera parte del Cockburn en perfecta calma, contemplando entre las nubes las nieves eternas y los hielos glaciares, que devolvían el seco ruido de nuestros motores en medio del tremendo silencio. Un limpia estela surgía de nuestra popa y se diluía entre las cercanas rocas de la costa, pero esta especie de “Tempe Argentino” habría de durar muy poco.

Quedaban atrás lugares tales como Puerto Hambre, Bahía Inútil, Punta Ansiosa, Puerto Esperanza, pero lo que aún faltaba recorrer, según la evidente experiencia de quienes nos habían precedido, no era mucho más alentador: Islas Laberinto, Bahía Tormentosa, Seno Bluff, Seno Brujo, Seno Chasco, Furias del Este, Furias del Oeste, Canal Ocasión, Isla Quemada, Bahía Desolada, Puerto Engaño, etc.

Al doblar Cabo Turn comenzó a soplar viento del norte, que luego se afirmó del ENE, con densos nubarrones y chubascos que por momentos impedían la visibilidad. Paulatinamente, el espejo de agua se transformó en una infinita desolación gris salpicada de rocas barridas por la gigantesca onda del mar que curvaba el horizonte, confundiéndose con el cielo desflecado por veloces nubes negras en perpetua mutación. Aquella salvaje inmensidad encogía el alma, hundiéndola en confusas emociones primitivas: no se sabía si aquello era el Soplo de la Creación demorada, o el triste fin del Apocalipsis, al que hubiésemos sobrevivido como solitarios testigos; un Universo de aguas y rocas en el que el único vestigio de calor y vida fuese aquel barquito empequeñecido.

Vibrando por el esfuerzo que parecía frenar las hélices, trepábamos las olas hasta su cumbre de espuma y, tras un instante de efímero equilibrio, descendíamos en enloquecidas guiñadas hacia el siguiente abismo. No había margen para el error; ninguna señal puesta por el hombre permitía identificar aquellos lugares que sólo a ratos entreveíamos. Canal Ocasión, sembrado de rocas en su entrada, debía parecer una grieta en el paredón rocoso al que nos aproximábamos, pero ese mismo aspecto suelen tener las vecindades de cabos y puntas.

¡Allí estaba! Esa tenía que ser la entrada; caímos proa a ella y, con el mar de través, nos lanzamos en una corrida sin retorno en la que parecía difícil predecir si en el momento oportuno la proa tendría la orientación adecuada o si nos destrozaríamos contra las piedras.

Entramos y de pronto todo fue calma, aún cabalgábamos en la onda pero había cesado el viento… Así es el Sur; minutos después aquello era una enloquecida tobera en la que el buque gualdrapeaba sacudido por el chubasco enceguecedor. Por fin salimos al Brecknock donde había más espacio de maniobra y, reparados del mar por las islas, cruzamos Paso Belgrano entrando al Canal Ballenero donde, a las 19:50, fondeamos. Habíamos navegado solo 90 millas pero de intensa emoción ya que, como se comprenderá, pese a las inspecciones y peritajes, nuestra fé en el buque estaba bastante disminuida.

Por fin descansaríamos unas horas; o al menos esto era lo que yo creía.

Singladura 17. Octubre 11

Puerto Engaño, tal era el nombre del fondeadero. Hizo honor a su nombre. Y lo de dormir fue solo una ilusión. Pese al aparente reparo de la costa, un viento desatado del WNW se metió en el fondeadero y sacudió al buque hasta hacerlo garrear; fondeamos otra ancla y, aguantándonos sobre la máquina, permanecimos así hasta que amaneció y pudimos zarpar.

Navegando el O’Brien y el Brazo NW del Beagle, llegamos a Ushuaia donde, a las 18 horas, amarramos al muelle de la Gobernación. Allí permaneceríamos once días, pero nuestras aventuras no habían terminado.

El regreso

El 22 de octubre, a las 6:30, zarpamos para Puerto Belgrano. Habíamos permanecido en Ushuaia once días y la única deficiencia importante del “SPIRO” era una limitación en la velocidad, impuesta por la hélice averiada que entraba en resonancia.

Salimos con buen tiempo, y el ansia de llegar a nuestros hogares hacía que el sonido del escape cadencioso de los motores, devuelto por la montaña, sonase a música celestial; cinco días y ¡en casa!. El vasto cristal azogado que cantara Darío era realmente apenas rayado de vez en cuando por el vuelo de algún pájaro, o el apresurado decolaje de un “pato a vapor”. Pero el “adagio” no habría de aburrirnos; como un violín pianíssimo, una naciente brisa fue rizando el agua hasta entrar en un crescendo de toda la orquesta que pronto soplaba a pleno sobre el rumor apagado de los truenos. Fondeamos en bahía Aguirre; una noche perdida.

Pese a que cada guardia cumplió a conciencia con su deber de concentrar el fluido mental para calmar el viento e informar de tan buena novedad al Comandante que dispondría entonces zarpar, esto recién sucedió al aclarar. El viento amainó y, en su lugar, una seductora brisa del SE nos indujo a dejar el refugio, pero cuando entramos al Le Maire rotó al SSW y se transformó en lo que en realidad era: un musculoso temporal. Buscando el sotavento, navegamos a 2000 metros de la costa donde la corriente, pese a la reducida velocidad de las máquinas, nos hacía navegar a 15 nudos. De pronto, esta misteriosa fuerza que tan oportunamente nos empujaba hacia delante, comenzó a abatirnos sobre la costa, poniéndonos en la necesidad de hacer un magnífico descubrimiento: superada la frecuencia crítica de resonancia, la hélice volvía a comportarse bien a máxima velocidad.

Frente a la boca del Magallanes el temporal, dejándonos al cuidado del mar de fondo permanente en ese lugar, se trasladó a Santa Cruz donde nos esperó con renovados bríos para sacudirnos toda la noche y hasta el atardecer del día siguiente, en que calmó rotando al NE.

En las primeras horas de la noche del 25 de octubre, nuestra cuarta singladura, alcanzamos Isla Pingüino, lugar de decisión para cruzar o no el golfo San Jorge: el cielo estrellado y el mar calmo eran una invitación, caímos al Norte y nos largamos. Todo iba bien y filábamos 14 nudos, cuando el barómetro bajó bruscamente: a las seis de la mañana capeábamos un fuerte temporal del NNW que a las cinco de la tarde rotó al NNE. Perdida la esperada protección de la isla Leones entramos a Bahía Huevo, un pequeño paraíso de arenas limpias y aguas transparentes al que se llega por una reducida entrada entre la península San Antonio y el islote Valdés que le dan protección.

Creímos que allí perderíamos otra noche, pero nos equivocamos: serían tres los días que perderíamos. En la mañana del 26 de octubre pretendimos zarpar, pero el viento saltó al SW con fuerza de temporal y nos quedamos; al mediodía el cielo despejó y un magnífico sol nos recordó que estábamos en plena primavera; la mitad de la dotación desembarcó para festejarlo con un asado en tierra. Aquel festejo de primavera sería inolvidable: el viento, que sin duda nos observaba, rotó al SE y aumentó a temporal muy fuerte que solo amainó al atardecer, permitiendo el regreso de las embarcaciones; por la noche ¡27 de octubre! nos envolvió un fuerte chubasco de nieve seguido por un viento, ahora del SSW, que a las diez de la mañana alcanzó fuerza de huracán; el mar rompía y pasaba sobre el islote sacudiéndonos peligrosamente: hubo que dar máquinas y fondear una segunda ancla. Esa noche amainó y durante todo el día siguiente siguió mejorando.

El 29 de octubre, octava singladura, zarpamos a primera hora con viento de proa y barómetro bajando. Esa noche cruzamos el golfo San Matías sin viento y con mar calmo. El 30 de octubre, a las 17:25, amarrábamos en Puerto Belgrano.

De regreso al “GRANVILLE”, mi buque, encontré todo listo y cuatro días después zarpábamos para cumplir la séptima etapa de mar que terminaría el 17 de noviembre, lo que me aseguraba el doble placer de mantenerme adiestrado y pasar mi cumpleaños a bordo.

Treinta años después

Proa; ¡fondo a babor!, ¡pasa el largo en cuanto pueda!; ¡babor atrás media!; ¡apurando con el largo, proa!; ¡vamos tierra!, ¡encapilla de una vez!; ¿qué están haciendo?… Minutos después el buque de pasajeros estaba amarrado al nuevo muelle de cemento por el que ya caminaba una alegre bandada de turistas ansiosos, embozados en exagerados abrigos que, sofocados hasta ahora por la calefacción de a bordo, recién hoy podían lucir.

Allí, en el extremo del muelle, la sonriente Ushuaia, bajo un alegre sol indeciso que brillaba en los restos de la nevada; más allá, la imponente masa de la Cordillera en la que nuestros impacientes pasajeros ya habían identificado el Susana y el Olivia con su corona de nubes; junto al buque, flotando en las quietas aguas de la bahía, otra vez petreles y gaviotas disputando con chillidos y aleteos el infaltable trozo de pan. En suma, una alegre quietud y un silencio audible tras los días de vibraciones y ruidos de las máquinas; el piso, ahora firme y sin balanceos, daba a los recién desembarcados la curiosa sensación de tener piernas que se encogían al andar.

Amarrados y fondeados en la bahía, había un total de siete buques: ARA “BUEN SUCESO”, ARA “CHRIGUANO”, ARA “SANAVIRÓN”, ARA “SAN PÍO”, “CABO SAN ROQUE”, “FEDERICO C”, “LINBLAD EXPLORER”.

Las calles asfaltadas y brillantes mostraban simpáticos negocios llenos de postales y mercaderías de importación en alucinante confusión: palos de golf, antiparras para la nieve, relojes cu-cu, sweaters, camisas, juguetes, telas. Vidrieras empañadas, llenas de centollas y vinos, anunciaban el reconfortante calor de sus mariscos, cuyo aroma llegaba a la vereda. Por todos lados, la alegre invasión de turistas volcaba su colorido, entre resbalones y risas, con la vitalidad entusiasta y comunicativa que el frío pareciera inspirar a quienes se sientes protegidos del mismo. Tras los amplios ventanales del Hotel Albatros, un enorme salón de cálida madera y confortables sillones, permitía aguardar por el almuerzo o una comunicación con Buenos Aires, bebiendo una copa, ojeando el diario del día o, simplemente, contemplando la maravillosa bahía surcada de pequeños barcos de recreo y lanchas pesqueras o avionetas de alquiler.

De regreso a bordo, los pasajeros programaban las aventuras del día y el “ruido” de la noche: caminatas a la montaña, sobrevuelo o navegación del Beagle, excursiones guiadas a los numerosos lagos, posadas y hosterías de la isla…


El vuelo de un “jet” atronó la bahía y se desvaneció reverberando entre las montañas. Aquella Ushuaia de mis recuerdos, lejana y fantasmal, ya sólo era un sueño.


Crónica Completa


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