DONDE ESTA?

BUSCANDO AL FOURNIER IV


CUANDO BUSCABAMOS AL “FOURNIER”

Folletín Náutico en Cinco Entregas

Por el Capitán de Navío Juan Carlos Sidders

CUARTA ENTREGA

Singladura 11. Octubre 5.

Al día siguiente regresamos a Filton. El barómetro en ascenso prometía buen clima.

Cerca ya de nuestro destino avistamos humo en el Whiteside y nos dirigimos a investigarlo. La temperatura era de solo cinco grados, pero algunos indecisos rayos de sol destellaban en la nieve y, filtrándose entre las retorcidas ramas negras de los árboles, iluminaban el musgoso piso obscuro brillante de humedad. La opaca monotonía gris de tantos días parecía terminar y aquel suave claroscuro nos parecía un alegre colorido.

Poco duró la anterior sensación frente al helado paisaje de Filton donde fondeamos; mientras el bote sondaba en torno al buque, con la lancha y el chinchorro a remolque fuimos a explorar la costa cercana a Punta Hielo, cuyo nombre nos excusa de mayores descripciones. Navegábamos con precaución, sondeando, pues la marea estaba próxima a bajar y no queríamos quedar atrapados, lo que sin embargo sucedió cuando, de pronto, la barra emergió a nuestras espaldas dejándonos aislados. Caímos proa al mar, fondeamos y saltamos al agua para apuntalar la lancha protegiendo su timón y hélice.

En instantes, como una extraña Arca de Noé, habíamos quedado en plena colina con el hielo a nuestras espaldas y allá, a cientos de metros, el agua que tardaría seis horas en volver.

Sin duda nuestra situación era, por lo menos, insalubre. Felizmente la temperatura no bajó de cinco grados y el viento que soplaba del sur rotó al este, dejándonos al reparo de la montaña. El radio, tan exigido esos días, no lograba comunicarnos con el buque; solo quedaba instalarnos lo mejor posible y esperar la marea, tratando de no imaginar lo que pensarían a bordo.

A las 18.30 apareció el buque, que navegando con precaución en aquellas aguas desconocidas se acercó cuanto pudo e, intercambiadas algunas señales, regresó a su fondeadero. El tiempo se mantuvo sereno y aquella noche vimos las primeras estrellas.

Volvió el agua y, otra vez a flote, regresamos sin más inconvenientes y a tiempo para cumplir mi guardia de cero a cuatro.

El 6 de octubre amaneció gris y frío, con barómetro nuevamente en descenso. Pese a ello, con la lancha y el chinchorro fuimos a explorar la parte boscosa de la costa, pero horas después debimos regresar entre pesados copos de nieve que, deslumbrantes sobre el fondo obscuro de los árboles, impedían totalmente la visión. Intentando ganar tiempo, zarpamos para recorrer el Cascada, pero allí encontramos mal tiempo del NNE por lo que, entre chubascos de nieve, regresamos al fondeadero donde permanecimos hasta el día siguiente.

Singladura 13. Octubre 7

A las tres y media de la madrugada, cuando me levanté para tomar mi guardia, no había viento pero continuaba cerrado y sucio. A las seis se levantó un suave viento del oeste que parecía limpiar, mientras el barómetro se mantenía estable.

A las ocho zarpamos y entregué mi guardia. Quise permanecer en el puente, como siempre lo había hecho mientras navegábamos, pero todos estábamos extenuados y el lugar ya era conocido; el Comandante ordenó que me retirase a comer algo caliente y dormir hasta que me llamase.

Llegué a las tibias profundidades protegidas de la cámara, de la que tanto tiempo hacía que no disfrutábamos, y pedí un café con jamón y huevos. Soñadoramente disfrutaba el confortable calorcito imaginando el aromático plato que esperaba; bajo mis pies, la popa se estremecía a impulso de las hélices que aceleraban mientras crujía el timón, y los golpes de mar en la cola de pato cada vez más pronunciados, indicaban que afuera había mal tiempo. Realmente era así; un fuerte viento del WNW arbolaba mar gruesa que cubría de espuma la superficie. Rendido como estaba, aquello no podía molestarme; me acurruqué en el rincón del cojín y, calzando una bota contra la mesa, disfruté la espera.

Eran las 8:45. Tomé los cubiertos y me incliné sobre el humeante plato dejado frente a mí. En ese instante, que jamás olvidaré, un espantoso crujido seguido de fuertes golpes frenó el buque, que comenzó a dar fuertes bandazos entre tremendos ruidos. El plato saltó de la mesa al suelo y, parándome como pude, subí a cubierta.

Estábamos lejos de la costa y un mar enfurecido, deshecho en espuma por los escollos en los que habíamos encallado, rompía sobre el buque que, a impulsos de la fuerte onda, se elevaba para volver a caer entre rugidos sobre uno u otro costado. Nos estábamos destrozando, rodeados de aguas profundas y heladas.

Tomadas las primeras providencias, se decidió que el personal no imprescindible para la maniobra abandonara el buque, encargándoseme de tal misión ya que, al parecer, mis funciones de navegante habían terminado.

A fin de aligerar peso y proveer a la seguridad de quienes quedarían a bordo, amarramos entre sí y arrojamos al mar cuanta cosa pudiese flotar: bancos, minas de ejercicio, paravanes y toda serie de elementos heterogéneos quedaron así flotando por la popa, con una retenida a cargo de un hombre a quien recomendé no amarrarla y largarla si el buque se hundía.

En medio del agua enfurecida y entre fuertes golpes, conseguimos arriar la lancha y el chinchorro, manteniéndolos apartados para que no se destrozasen contra el casco. Embarqué cuanta gente pude, lo que no fue fácil, porque aquello era como saltar de la sartén al fuego, y remolcando el chinchorro nos dirigimos hacia la costa Este, que era la más cercana aunque sin sotavento. Difícilmente habríamos alcanzado la otra orilla con mar y viento en contra.

Fondeamos la lancha antes de la rompiente y fuimos desembarcando al personal en sucesivos viajes del chinchorro que, retenido por un virador, se aproximaba a la costa lo necesario para saltar al agua haciendo pie. Terminado el desembarco, regresábamos al buque luchando contra el viento, cuando vimos que el barco se movía y alguien, increíble fruto del adiestramiento, arriaba el pabellón del asta de popa y lo izaba en el pico, señal de buque navegando. Lentamente, muy escorado, fue saliendo de las piedras y, describiendo un amplio círculo, puso proa a Filton. Intentamos seguirlo pero nos señalaron que regresásemos a tierra; así, solo y maltrecho, lo vimos alejarse mientras alguna voz estrangulada murmuraba “pobre buquecito”…

Regresamos a la costa, fondeamos la lancha a prudente distancia y cruzamos la rompiente con el chinchorro, al que conseguimos poner en seco sin la menor avería. Lo que acababa de suceder era un riesgo aceptado y las previsiones estaban tomadas. En tierra ya ardía una hoguera, junto a la cual los hombres se habían desvestido para calentarse y secar sus ropas, mientras una gran olla de café desprendía su aroma y manos diligentes preparaban el asador para el cordero que, conservado por la temperatura ambiente, siempre manteníamos listo en las embarcaciones. Aquello no fue una fiesta, pero si sirvió para levantar los ánimos.

Mientras tanto, el hombre encargado de los flotadores arrojados por la popa del “SPIRO”, al sentir que éste se movía, los dejó en libertad: poco después, ya dispersos por la acción del mar, fueron avistados por un avión que, en vuelo rasante y no viendo al buque en las proximidades, supuso nuestro naufragio.

Seguía nublado y sucio pero no llovía y, pese al fuerte viento, la temperatura resultaba soportable. Nuestra preocupación era el buque: no sabíamos que podía haberle sucedido e ignorábamos si el mensaje largado en esa zona de caprichosa propagación habría sido recibido.

Pasado el mediodía vimos al “SANAVIRÓN” cruzar a lo lejos y tratamos de llamar su atención con bengalas, pero desapareció si respuesta alguna… Cinco largas horas después nos rescataron y transportaron al “SPIRO”, que estaba fondeado en Filton lamiendo sus heridas. La singladura número trece del Rastreador M13, había terminado.

Al día siguiente todo lo vivido hasta entonces parecía un sueño. El “SPIRO” reposaba apacible en el agua cristalina de una alegre bahía, entre los graznidos de las gaviotas que recordaban la primavera; el sol espejeaba en el casco y la temperatura alcanzaba los veinte grados. Por los ojos de buey abiertos a la luz reverberante, entraba el aire puro trayendo las voces animadas de los hombres que baldeaban la cubierta, mientras otros inspeccionaban el casco, tapaban filtraciones y achicaban los lugares inundados. El “CHIRIGUANO” atracó a nuestro costado para darnos agua y combustible, y así llegó la noche.

.... CONTINÚA


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